martes, 17 de agosto de 2010

(Apuntes para una futura) vindicación de las ratas

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El primer libro que leí se llama Operación rescate y estaba perdido desde hace años. Ahora apareció de la nada.

Es la historia de Marvin, Raymond y Fats, tres ratones que viven en la juguetería de una tienda Macy’s, Manhattan, Ciudad de Nueva York. Un día Fats se queda dormido en el interior de un auto de Barbie; el juguete es vendido como regalo y así comienza la operación de rescate. Lo que sigue es Marvin y Raymond haciendo bardo en la Quinta Avenida, tomando colectivos y subtes, irrumpiendo en departamentos, confundiendo siniestros científicos con dentistas inofensivos, evitando perros y porteros, fraguando encuentros casuales y hasta volando por los cielos en un barrilete. No necesité ni siquiera hojear el libro para saber que me lo acordaba de memoria.

Lo que no recordaba es que la escritora se llamaba Jean Van Leeuwen. La googlié y encontré esto:

http://www.jeanvanleeuwen.com/


A los pocos días, le escribí un email cursi pero honesto:

Dear Jean:

How are you? As I’m writing to you, one of your books lies on the table, right before my eyes. The title reads “Operación Rescate”, a somewhat dull Spanish version of your awesome The Great Rescue Operation (no “great” in the Spanish title: I’m guessing Marvin would frown upon that omission).

This is by far the most beloved of all the many many books I own. It had been lost for several years until I found it by accident, just the other day. I first read it when I was ten years old. It was the very first book I’ve ever read, and it amazes me how, after all these years -I’m 26 now-, I remember the story as if I had just finished reading it. Unfortunately, I have only read The Great Operation Rescue. Hopefully I will get more of your books when I visit NYC. I’ll be glad to read them in English -I’m not very fond of Spanish translations-.

Anyway, as I pressume you are a busy lady, I will get to the point.

There are many things I should thank you for. I’ll try to be brief:

1) Thanks to your book, I love books. The Great Rescue Operation is the reason I started reading literature. I have this vague memory: it’s a sunny day in Adrogué, Buenos Aires. I’m in the backyard of my house. I’m reading just by the pool, and I’m laughing so hard that I nearly fall into the water. The reason I’m laughing is the fact that, whenever in a bumpy situation, Raymond always lands on Marvin’s head. That kills me.

2) Even more important than the prior reason: thanks to your book, I love rats and mice. Especially rats, probably because everyone else hates them. Everytime I see one of them running around the streets, I get so inexplicably happy. I guess I owe that to both your book and that masterpiece called Ratatouille.

3) It was the first and most vivid picture of Manhattan I’ve formed in my mind (along with Salinger’s The catcher in the rye). Thanks to the book, I can’t wait to go to NYC. I will definitely do some shopping at Macy’s. And I expect to see big parades on the Fifth Avenue, and flying kites in Central Park. And of course, rats, lots of rats running around. Is all that stuff still going on back there? I certainly hope so.

So that’s it. Thank you, Jean. From Mar del Plata, Argentina, I salute you.

Juan Martín Dezzuto – August 6th 2010


Una semana después, llegó la respuesta:


Dear Juan:
Thanks very much for your letter. I'm very glad to know that my book about New York City mice has been read in Argentina, and that it helped you become an avid reader.
One point I should clear up, though: I myself am not fond of rats. In fact, the only reason Marvin calls Raymond "Raymond the Rat" is to make him act as fierce as Marvin thinks he should be. Also, when I first wrote about mice I was living in a New York City apartment, which had no rodents. After I moved to a house outside the city, I had my first encounter with actual mice and revised my opinion of them.
My other books about Marvin, Raymond, and Fats (four of them) are now out of print, though they can still be found in libraries and through internet sellers like Amazon. However, the first one, THE GREAT CHEESE CONSPIRACY is soon to be reissued, and that one and THE GREAT RESCUE OPERATION are available as Audio Books.
In closing, I wish you a wonderful visit to Manhattan, with Macy's shopping, parades, and kite-flying in Central Park. But no actual rats.
Best wishes,
Jean Van Leeuwen



¿Cómo puede la simpática Sra. Van Leeuwen equivocarse tanto? Al principio me enojé. Pensé que era oportuno iniciar una polémica epistolar como las de antes, pensé en emprender una encendida defensa de las ratas y de la fauna roedora en general; pensé palabras agresivas, despectivas, hiperbólicas, lapidarias; al poco tiempo se me pasó.

No vale la pena. Probablemente Jean no lo merezca de todas formas. Así que no habrá polémica. En vez de eso, con suerte y con paciencia, quizás alguna vez haya un video. Filmar una rata como la de la última Navidad, una rata marrón que asome la cabeza por el hueco del cordón y luego se esconda y luego vuelva a aparecer y luego se esconda y así hasta el feliz año nuevo.

Probablemente tampoco con el video cambie la opinión de Jean, ni la de la gran mayoría de los mortales. Como todas las cosas que sí valen la pena, ésta es una empresa de antemano condenada al fracaso. Que así sea.
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martes, 3 de agosto de 2010

to the night, will you follow me?


Patience, shadow
For all your sight, there's no sight to see
Little shadow, little shadow
To the night, will you follow me?


si la canción durara una noche entera
seguiría entonces caminando
sin importar el frío
ni el sueño


Hace unos días encontré en la plaza de Alfonsina una placa de piedra incrustada en el pasto, con una inscripción tallada. Había pasado miles de veces por ahí, pero nunca la había notado. Le saqué una foto.

Luego la olvidé. Hasta hoy.

Mi abuelo hablaba de sargentos y cabos, pero nunca de un Coronel. Mucho menos, de uno que fuera merecedor del nombre de una plaza. Una plaza rara, en declive, casi un peñasco que conduce al mar; una plaza que es de Alfonsina pero que no se llama así.


Mi abuelo hablaba de caminar para curar el insomnio, salvo que hubiera tormenta. Hoy no le hice caso y tuve que salir. Lunes de agosto, medianoche. Tres grados, lluvia, viento del sur. ¿Quién fue el Coronel Irigaray? La placa sólo dice HOMENAJE A SU MEMORIA. AÑO 1935. Google no lo conoce enseguida. Pero algo encuentro. Parece que el Coronel, allá por los primeros años del siglo XX, visitó las estaciones balnearias de Francia, España, Italia y Bélgica. A su regreso, escribió lo siguiente:

“Los hermosos panoramas que ofrecen la montaña y los terrenos quebrados y otras bellezas naturales ingeniosamente completadas por la mano del hombre, es lo que le da su fama. Nuestro (sic) Mar del Plata poco ha sido favorecido por la naturaleza fuera de las dos lomas, por lo que su embellecimiento ha de ser siempre todo artificial. […]. Embellecer la tierra patria, es embellecer el alma argentina. Esto es lo que ocurre en Francia, los franceses la embellecen para satisfacción propia, y para que los extraños la admiren". (Irigaray, 1924:28)

Concluye luego:

“El día que nuestro Mar del Plata tenga su rambla terminada, así como sus obras de defensa, no tendrá rival, porque no existe edificio de la suntuosidad del nuestro, ni jardín tan grande y hermoso. Ha sido necesario venir a ver para darse uno cuenta exacta del valor de lo que tenemos". (Irigaray, 1924:34)

No me costó encontrar la placa, a pesar de la oscuridad. Esta vez no había bicicletas, no había perros, no había gente. Pero la encontré. Estaba limpia, mucho más limpia que el camino de baldosas grises que pasaba a su lado. Tal vez la lluvia la mantuviera así. O tal vez el empleado municipal. La canción se repetía.


Pardon, shadow
Hold on tight to your darkened keys
Little shadow, little shadow
To the night, will you follow me?


Estuve mucho tiempo mirándola. Y me habría quedado más, de no ser por las medias mojadas y el temblor. Pensé muchas cosas que ya no recuerdo. Pensé, tal vez, que aquella piedra no podía tener 75 años. Pasó corriendo un gato negro, furioso por la lluvia. Traté de imaginar a un Coronel Irigaray posible, un hombre muerto un siglo atrás. Lo vi feliz, de peregrinaje por Europa, con ojos de hierro, tomando notas mentales de todo. Un Coronel bajito y de andar erguido, de voz áspera y de licores varios; un Coronel atípico, dado a las letras, preocupado por embellecer la patria y el alma argentinas. ¿Qué pensaría el Coronel de la ciudad actual? ¿Qué pensarán hoy sus hijos y sus nietos? Argentinos ellos, hombrecillos plateados, brillantes al sol. Vendrán cada año, en una fecha y hora secretas, de trasnoche, a dejar un ramo de flores. Alrededor del Coronel y de frente al mar, un voto solemne y una cruz. Y por sobre todas las cosas gratitud, eterna gratitud al Coronel Irigaray, injustamente olvidado. Gratitud eterna por los viajes y los libros, pero en especial, por la belleza. La canción se repite.



Closer, shadow, volume strikes
Still we're caught between all this sorrow
Little shadow
To the night, will you follow me?




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lunes, 8 de junio de 2009

Sobre Virginia Woolf

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Para ella, la realidad parpadea y vacila a cada nueva percepción y sensación, y las ideas son sombras que orillan sus momentos privilegiados.

Ninguna otra persona de letras del siglo XX nos muestra tan claramente que nuestra cultura está condenada a seguir siendo literaria en ausencia de cualquier ideología que no haya sido desacreditada. Religión, ciencia, filosofía, movimientos sociales: ¿son pájaros vivos en nuestras manos, o pájaros muertos y disecados en los estantes? Cuando las modas conceptuales nos abandonan, volvemos a la literatura, donde la cognición, la percepción y la sensación nunca pueden desligarse completamente.


El Canon Occidental, Harold Bloom.

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martes, 26 de mayo de 2009

El Viejo de los miércoles. Parte I

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Esta es la historia del Viejo que aparecía los miércoles.
Parte I.

En diciembre del 2008, o sea, si no me fallan los cálculos, el año pasado, regresé a Mar del Plata para pasar el verano, desempaqué y acto seguido establecí como prioridad primerísima la urgente tarea de infiltrarme en uno de esos grupos de pibes que se juntan semanalmente a jugar al fútbol. A los pocos días mi cuñado me facilitó las cosas con una invitación informal a incorporarme a su equipo. La cita era, como el lector precavido ya habrá adivinado, los miércoles a las diez de la noche. El lugar: una cancha de césped sintético, apta para conjuntos de no más de ocho hombres, en el conocido Club Teléfonos (el motivo del nombre no lo sé), a escasas cuadras del aún más conocido boliche Sobremonte. (Este párrafo es prescindible a los fines de la historia, también habrá adivinado el lector perspicaz).

Lo cierto es que, para decirlo con menos rodeos, los miércoles a la noche nos juntábamos a jugar. Ya no se puede decir jugar a la pelota, me parece, porque el latiguillo remite a barrio, potrero, tierra, espontaneidad, inclusive amistad, y nada de eso había en el impecable e impecablemente iluminado terreno de juego del ya mencionado Club Teléfonos. Los arcos, las luces, las líneas blancas de las áreas, los banderines de las esquinas, quiero decir, la cancha en su totalidad era tan... ¿Cómo decirlo? Tan profesional, digamos, que uno se sentía un hereje si le pifiaba a la bola o si fallaba una clara ocasión de gol. Pero vayamos al grano, por el amor de Dios.

Si mal no recuerdo, al tercer o cuarto partido desde mi incorporación, apareció el Viejo. Como por entonces apenas conocía las caras de los que jugaban y algún que otro apodo gracioso oído al pasar, no juzgué extraña la aparición del energúmeno, a pesar de que su atuendo anacrónico y su ostensible vejez invitaban a la sospecha. Vestía medias subidas a la rodilla, lo cual en el ambiente futbolístico amateur es, como todo el mundo sabe, sinónimo de poca o nula habilidad; usaba pantalones muy cortos, como los que usaban los del ’78, como los que usaba Luque cuando hizo ese gol heroico contra Francia, heroico porque se le había muerto el hermano, según cuenta mi abuelo, o mejor dicho contaba, porque desde que él se murió en el 2003 no dice gran cosa. Sólo que el Viejo tenía un estilo de juego –por llamarlo de alguna manera– que distaba mucho del heroísmo. Más bien lo contrario: se estacionaba en la banda derecha, como un wing de los de antes, de aquella época loca en la que los equipos atacaban con cinco y defendían con dos, y desde ese nicho, pegado a la raya, esperaba pacientemente sus escasos contactos con el balón, los que no obstante no cesaba de reclamar a viva voz. Cuando por esas cosas que tiene el fútbol recibía un pase, su rutina era invariable: agachaba la cabeza, avanzaba unos metros y cuando le salían a marcarlo, echaba un centro torpe, apurado, ciego, un centro, como quien dice, al tun tun. Un centro de esos que merecen la mirada desaprobatoria del centroforward y los murmullos de fastidio del resto. Entonces se disculpaba, maldecía a la mala suerte o al azar y volvía al trotecito, como un jumento cordobés. Olvidé decir que siempre jugaba para mi equipo, y debo confesar que al principio yo era uno de los que más lo habilitaba, más que nada porque soy un jugador discreto que trata de hacer siempre la más fácil, y en el panorama de nuestro ataque el Viejo siempre era la más fácil, pues no lo marcaba ni su sombra.

Decía entonces que al tercer o cuarto partido apareció el Viejo, y desde entonces se hizo habitué hasta marzo del corriente año, cuando me vi obligado a abandonar los partidos para venir al Buen Ayre. El apodo de Viejo, como deduje más adelante, no revelaba ningún parentesco con alguno de los pibes, sino que había surgido espontáneamente en el tumulto del juego, y a esa circunstancia debía su poca originalidad (en el apuro, el desconocido en un picado puede ser llamado “rubio”, “flaco” o inclusive “violeta” si acaso viste ese color, por cierto muy de moda en la temporada marplatense); por lo demás, no era exactamente un viejo de verdad, quiero decir, uno de esos hombrecillos añejos que pululan a lo largo y ancho de la ciudad y que parecen multiplicarse exponencialmente cada año; el Viejo en realidad no tendría más de cuarenta, pero la calvicie y la panza redonda, una de esas panzas que los hombres crían cuando se establecen en la vida y son felices, o se resignan a la vida, que para el caso es lo mismo, justificaban el mote, que por otro lado no parecía ofenderlo.

Lo curioso es que nadie lo conocía. Yo me di cuenta en cierta ocasión, en que estábamos todos desparramados en los márgenes de la cancha, ya finalizado el partido, desparramados estirando los músculos, bebiendo agua, juntando la plata y comentando el partido, todo al mismo tiempo. Ya era enero y hacía calor. Aníbal recibía los billetes y hacía cuentas. Aníbal era el que organizaba todo, llamaba en la semana a los pibes para asegurar su concurrencia, reservaba la cancha, armaba los equipos y pagaba. Lo cierto que en eso estaba, haciendo cuentas, y de golpe salta y dice, che, hoy hay que poner un peso más, porque el Viejo no garpa. Hubo risas. Acto seguido, varios pibes empezaron a hacer chistes sobre el Viejo y su misteriosa procedencia. Ahí caí que nadie conocía al Viejo. Debe ser del Club, tiró uno. O un vecino de por acá. No, boludo, es el canchero. ¿Qué es un canchero? No sé, como un jardinero. Andá a lavarte el orto. En serio, boludo, ¿de dónde sale el Viejo? Jugó porque faltaba uno. Sí, siempre falta uno y le tiramos una pechera y que juegue, total, qué más da, mejor eso que estar impares. Viejo de mierda, no caza un fulbo. ¿Viste que al toque que termina el partido se las toma? Tampoco le vamos a cobrar, qué se cree. De golpe se hizo un silencio. Para mí que mató a alguien y necesitaba una coartada, dijo Aníbal. Hubo consenso inmediato respecto de esa teoría y cada uno se fue a su casa.

A partir de ese día, las apariciones del Viejo se repetían como un calco y el mito a su alrededor crecía. Todos los miércoles mata a una prostituta y luego viene a procurarse una coartada, insistía Aníbal. Lo cierto es que a las 22:05, cuando resultaba evidente que el pelotudo ocasional no iba a venir, el Viejo salía de la nada, como si viviera en un yuyo al costado de la cancha, asomaba la cabeza, tanteaba el terreno, olía el ambiente, hola muchachos, decía, Aníbal le hacía un gesto aprobatorio, se calzaba la pechera y arrancaba el partido. Con el correr de las semanas, ya era parte del paisaje habitual del Club Teléfonos, y todos parecíamos habernos acostumbrado a su presencia, de la misma manera que se acostumbra uno a ver en el techo del baño las manchas de humedad. Además, el muy pillo tenía la picardía de compensar sus horrendas actuaciones con un repertorio variado de arengas, voces de aliento, gestos amables, caballerosidad con el contrincante o como dice la FIFA, fair play, pedidos de disculpas y desmesurados festejos de gol, repertorio en el cual sin duda invertía más energía que en sus esporádicas aventuras junto a la línea de cal. A mi cuñado –en adelante, Alexander, o mejor dicho Alez, como se hace llamar para reafirmar su fanatismo por Vélez Sársfield–, por ejemplo, le decía “¡fenómeno!” cada vez que hacía un gol o una jugada de calidad. ¡Fenómeno este pibe!, le decía, y volvía al trotecito. Ante tanta simpatía –que a mí, debo decir, no me resultaba muy simpática–, a los pibes se les hacía difícil echarlo a patadas; tal es así que para cuando llegó febrero siguió jugando como si nada aún cuando sin él ya sumábamos un número par. El asunto comenzaba a fastidiarme, a decir verdad. Estaba harto de que arruinara mis milimétricos cambios de frente tirando con el juanete centros que iban a morir en la nada. Empecé a mirarlo con ojeriza, como dicen los campechanos; si no me devolvía una pared, murmuraba insultos entre dientes o lo mandaba lisa y llanamente a la mierda. El Viejo, por supuesto, no se daba por aludido. Creo que ni sabía que éramos compañeros de equipo, a pesar de la evidencia insoslayable de la pechera azul. Tal vez no veía nada, o era daltónico. Tal vez se hacía el gil. De cualquier manera, el asunto comenzaba a fastidiarme.

Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato.

Llegó marzo y el primer miércoles de dicho mes se jugaba el último partido en el que yo participaría. Con nostalgia, repasé los sucesos del verano; con rencor, caí a cuenta que el Viejo no sólo me había despojado de mi status de “el nuevo” (status por demás incómodo, pero que al menos me identificaba de alguna forma en el grupo), sino que también había logrado, con sus adulaciones rastreras y sus alaridos demagógicos, granjearse el afecto sincero de los pibes; entendí, no sin tristeza, que con el correr de las semanas mi impronta en el césped artificial del Club Teléfonos, no obstante tener en mi autoría algunos golazos y destellos de calidad, quedaría en el olvido; mientras que las corridas infructíferas del Viejo y el brillo de su pelada bajo la luz de la luna perdurarían por siempre. Lo entendí durante el juego, en un tiro de esquina que me tocó ejecutar, y que deliberadamente desperdicié en un imposible intento de gol olímpico, haciendo caso omiso de los ademanes solitarios del Viejo en el segundo palo. Me dije: esto no es venganza suficiente. El Viejo está habituado al ostracismo, es más de lo mismo, no alcanza con ignorarlo en un corner. En una pausa del juego, elaboré un plan. Un plan sencillo pero eficaz, pensé, un plan que desenmascarase de una vez por todas a ese farsante.

Terminó el partido. Los pibes se desparramaron como siempre; el Viejo, en un costado, estiraba los músculos y parecía, visto desde lejos, una de esas señoras ridículas que enseñan gimnasia en Utilísima Satelital. Saludé a todos con un gesto mínimo y con un gesto mínimo me respondieron, pues nadie sabía que aquél era mi último partido y la situación no daba para confesiones por el estilo. Ese miércoles, como todos los anteriores, había ido en auto al Club. Le hice un gesto a Alez y me metí al coche, encendí el motor, prendí las luces y esperé. Alez subió y esperó. ¿Qué esperamos?, dijo Alez. Al Viejo, dije. ¿Eh? ¿Lo vamos a llevar?

No, dije. Lo vamos a seguir.
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jueves, 14 de mayo de 2009

Crónica de Camping. Parte II

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Crónica del sábado 25 de abril del año 2009 del nacimiento de Nuestro Señor.
Segunda Parte.

¿Cómo se navega un Fiat 600 en la oscuridad? El tipo redondo parecía un experto, un gigantesco y redondo murciélago experto en fititos flotantes; iba erguido, porte militar, gorra de marinero, mirando al frente. Lo cual es un decir, porque mirar no miraba nada, qué iba a mirar si no se veía una mierda. En los asientos de la parte trasera del bote, amontonados por el frío, los demás estiraban el cogote, tratando sin éxito de divisar tierra firme más adelante; vuelto hacia atrás, yo me entretenía mirando el surco de espuma que iba quedando a nuestras espaldas. Somos un cierre relámpago abriendo el río en dos y las aguas nunca volverán a unirse, pensé. El motor hacía runrunrun, no como un gato sino como una heladera vieja. Somos un bisturí desgarrando el río, pensé. Runrunrun, la heladera de mi abuela era igual. Somos unos pelotudos estafados, pensé, Tailandia debe ser preciosa en abril, pensé, qué cara de culo tiene Léa, pensé, las francesas siempre tienen cara de culo, pensé, sólo conozco dos francesas y no es cierto, pensé, y qué ganas de hacer pis. Runrunrun por unos minutos más, y algo deben haber hablado los pibes, pero no escuché, o no recuerdo. Al fin el bote ingresó en una especie de canal adyacente al río que parecía conducir a la isla; a los costados flotaban innumerables lanchas blancas, lanchas o pequeños yates, yo no sé, debí pensarlo dos veces antes de lanzarme al oficio de cronista marino sin manejar el vocabulario pertinente, mierda. Digamos que eran barcos de esos en los que los señores con dinero pasean los domingos, sólo que ahora no tenían señores con dinero en cubierta sino lonas descoloridas y vagamente siniestras, y, lo que es más siniestro aún, se tambaleaban de aquí para allá, generando un murmullo de ruidos sordos que no ayudaba para nada a mi vejiga. El runrunrun cesó a escasos metros del muelle de entrada a la isla, o lo que apenas podíamos vislumbrar que era la isla, una cosa amorfa y ciega, tan negra y ciega como el murciélago redondo, y el Fiat se deslizó apaciblemente hasta su destino final. Bajamos. Seguimos al tipo. Creo que después del muelle pisamos pasto húmedo. Nuestros pasos no hacían ruido, era como caminar en las nubes. No veía mis manos y apenas distinguía la silueta de los demás ahí adelante, en fila india, a paso lento. Apareció una luz, y veinte metros después esa luz se convirtió en la ventana del bungalow. El tipo indicó que pasáramos y sostuvo la puerta. Fui el último en entrar, y al pasar a su lado, noté que murmuraba algo. Debió ser el miedo o la urgencia sanitaria, pero podría jurar que lo escuché decir “Kurtz”. Qué más da, me dije. A esa altura del viaje, encontrar a Kurtz en el interior del bungalow hubiera sido lo más natural del mundo. Hola, Kurtz, qué fresquete. ¿Qué onda este camping, Kurtz?

Pero no, adentro no estaba Kurtz. Adentro sólo había una mujer.
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jueves, 7 de mayo de 2009

Pacon!

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Hoy iba caminando de regreso a casa, por la calle Salta. Eran las once de la noche. Unas dos cuadras antes de llegar a la Av. Independencia, vi delante mío a dos señoras que miraban hacia arriba, hacia algún punto determinado en el otro lado de la calle. Al pasar por un costado (tuve que bajar a la calle, porque ocupaban toda la vereda), una de ellas, la más joven -digamos que tenía sesenta años- me para y me dice:

-Nene, un segundito. ¿Vos ves un gato ahí arriba?

Me detuve y miré en la misma dirección que las señoras. Había una casa gris de dos pisos, cuadrada y fea; las señoras miraban -me señalaban- más arriba, hacia lo que parecía una terraza. En un extremo de la terraza se veía una antena de televisión, y a su lado, una pequeña caja negra. O al menos eso se veía: una cosa negra y rectangular, con ángulos nítidos a pesar de la oscuridad. Una cosa negra e inmóvil. Esa cosa negra era lo que las señoras confundían con un gato.

-¿Eso negro? Es... una caja.

La señora mayor -digamos que tenía setenta y cinco años- arrugó la nariz y dijo:

-Sí, no es. No estoy loca, eh. Es que se me perdió mi gatita, hace una semana que no aparece, creíamos que podía estar en el techo, atrapada...

Me quedé largos segundos mirando, al lado de las señoras. Probablemente el gato ya estaba muerto, almorzado por uno de los numerosos indigentes que habitan las esquinas del barrio; o tal vez había muerto bajos las ruedas del 39, o del 60. Y sin embargo ahí me quedé por un rato, mirando la caja negra, apenas escuchando el relato a dos voces de las viejas acerca del gato, los techos vecinos y quién sabe qué otras cosas. Me quedé ahí, mirando, y al cabo de un minuto o dos me di cuenta que realmente estaba mirando, quiero decir, realmente estaba esperando un movimiento de la caja inerte, o la aparición súbita de un gato negro y diminuto, salido de la nada, un gato tan negro y tan diminuto que sólo yo pudiera ver, ¿lo ves, nene?, sí, lo veo, lo veo, señora, ay yo no veo nada, no no, en serio, está ahí, y entonces la chance de trepar a la terraza, acercarme con sigilo, chi chi chi gato vení gato vení, el gato hace FJJJJJJJ!, o sea el ruido ese que hacen los gatos cuando tienen miedo, pero no importa, porque de un manotazo lo cazo del cogote y lo devuelvo a las señoras, sano y salvo, sin luces, sin escaleras, sin bomberos.



Pero el gato nunca apareció y me volví a casa. Gracias igual, dijeron las señoras.


Adiaŭ! Pacon!


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martes, 28 de abril de 2009

Crónica de Camping. Parte I

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Crónica del sábado 25 de abril del año 2009 del nacimiento de Nuestro Señor.

Primera Parte.

Viajamos en tren. De lo que vi por la ventana, sólo recuerdo un graffiti skinhead y unas fábricas rojas. Llegamos tarde, muy tarde para pasar un día de camping: eran alrededor de las seis de la tarde. Atardecía mientras tomábamos un café en un McDonalds al lado del río, a metros de la estación de tren -café muy necesario porque estábamos cansados; estábamos abarca: Guilherme, Valentina, Léa y yo-. Para cuando nos acordamos de empezar a buscar camping (así de improvisado fue todo), ya era de noche, los puestos turísticos al lado del río estaban casi todos cerrados y en el río los barquitos y las lanchas comenzaban a escasear. De milagro encontramos a una señora cerrando su puestito, un cubo de cemento con un cartel de neón que decía, entre otras cosas, "camping". Qué quieren, dijo. Camping, dijimos. Treinta pesos la noche cada uno, dijo. Se toman un remisse, yo les consigo, el remisse los lleva hasta el muelle, de ahí una lancha los lleva al camping, que es en una isla. Una isla, pensamos todos, qué grosso una isla, luces y música y gente joven y alcohol y borrachos tirándose al río. Pagamos. La señora terminó de cerrar la persiana del local de un golpe, nos guió hasta una calle enfrente -caminaba como un pato, o como un pingüino, o como la cruza de un pato y un pingüino chueco- y finalmente nos introdujo en la remisería más sucia, maloliente y oscura de las miles y miles de remiserías análogas que pueblan cada esquina de la jungla conurbana. Diez pesos hasta el muelle, dijo el remisero. Asentimos. Nos tranquilizó que dijera "el muelle". Éste lo tiene junado, pensó Guilherme, que ha incorporado a su habla cotidiana vocablos de la jerga arrabalera con pasmosa facilidad. Arrancó el Peugeot 504 blanco, destartalado y sin señales visibles de ser un remisse. Tigre está fulero, dijo. Asentimos. Te chorean en todos lados, agregó. Asentimos, profusamente asentimos. Las mujeres, por instinto, se aferraron más a sus mochilas. Yo tuve ganas de hacer pis. Barajé, por un instante, la posibilidad de que todo aquello fuera un ardid, y que en el muelle nos esperaría un barco para llevarnos como esclavos sexuales a Tailandia; la descarté luego, por inverosímil. Guilherme cantaba en portugués y miraba por la ventana. ¿Qué veía? Calles negras, empedrados, vías de tren, barrios bajos, oscuridad. Promediando el viaje todos nos dimos cuenta que ya no estábamos, ni por asomo, en una zona turística. Más bien estábamos perdidos en algún punto indefinido del Delta. Entramos a un puerto vacío, apenas iluminado por luces mortecinas y apenas animado por la silueta errante de un perro callejero. El remisse se detuvo frente al río; a ambos costados se eregían sendos barcos pesqueros, colosales, inmensos, rojos de óxido y en silencio. ¿Dónde está nuestra lancha? No sé, yo siempre los traigo acá, dijo el remisero y se encogió de hombros. Diez pesos, agregó. Luego partió. Miramos a nuestro alrededor, nos miramos, miramos ahí. Ni señas del bote o de una lancha, ni siquiera -gracias a Dios- un pesquero tailandés. Había algo ahí, es cierto, aunque ni el más optimista de los feligreses dominicales se hubiera atrevido a llamarlo muelle. Eso, o sea el... eso, no era más que una sucesión de troncos flotando en el agua verdosa y ululante; una soga, o una trenza de sogas que atravesaba perpendicularmente los troncos, impedía que éstos flotaran azarosamente a lo largo y ancho del Delta del Tigre. Providencialmente, notamos el cartel. Toque timbre, decía el cartel de chapa clavado en un poste de luz. Debajo había una especie de portero. Tocamos. ¿Hola? ¿Camping? Silencio. Eternos segundos de silencio, o más bien el cúmulo de ruidos y susurros que se oyen cuando se espera una voz, en un puerto, a las ocho de la noche de un sábado. Nos cagaron, dije yo. No hay camping. La mina nos vio cara de perejiles. Era claro como la luna. Nadie se atrevió a discutirme. Nada, cero. Entonces, en el colmo de la desesperanza y mientras los perros comenzaban a rondarnos como buitres, se escuchó la voz. Una voz ronca, densa, gutural, la voz que tendría un hombre de las cavernas si usara un iPhone por primera vez. ¿Camping?, repetimos con timidez. Ya va, murmuró la voz. La comunicación se cortó. Volvimos a mirarnos. ¿Era aquello posible? ¿Emergería de aquella costa vecina que apenas podríamos distinguir una lancha que nos trasladara de una vez por todas a un camping? Imposible, dije yo. Pero aún posible, dijo Valentina, siempre con tendencia a las réplicas aforísticas. Imposible, repetí, y ya la última sílaba que pronuncié se mezcló en el aire con el rumor lejano de un bote, un barco, una lancha surcando las aguas. Era, efectivamente, una lancha, blanca, pequeña y redonda como un fiat 600 flotante; se arrimó a los troncos y un hombre de campera y facciones también redondas nos invitó a subir a bordo con un gesto. Subimos.

A partir de ahí, todo se volvió extraño.
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lunes, 13 de octubre de 2008

De cómo se mecía una paloma, y otras cosas dignas de que se cuenten en esta grande historia.

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Y eso que a mí las palomas ni fu ni fa menor ni sol ni la la la, pero la de hoy, la de recién, una masa, la paloma.

Era gris, gris de mugre, y estaba en el borde de un tacho de basura, uno de esos enormes baldes azules con bolsas negras de “consorcio” (pobres consorcios, qué culpa tienen) que reciben los papelitos y los cosos y los panchos de la terminal.

Eran las once recién, y habían pocas gentes y mucho frío, y el 129 no aparecía, y yo sin música en el medio de la fila, sin nada que hacer salvo mirar la luna, claro que es una forma de decir, porque luna, lo que se dice luna, no se veía nada, con este clima. Bueno, al grano: la cosa es que me aburría, me dormía y otros verbos más cursis que sabiamente omitiremos, y de golpe y porrazo la vi, la paloma estaba ahí, meciéndose sobre el borde, de espaldas a la estación y de frente al agujero negro, meciéndose como lo hacen las abuelas de las publicidades en sus sillas, meciéndose y moviendo la cabeza hacia atrás y adelante, como lo hacen las cacatúas al caminar (no tengo idea cómo es una cacatúa, sólo quería escribir esa palabra), meciéndose con la vista clavada en el agujero negro del tacho, como si de allí emanara algún tipo de aroma viscoso y narcotizante, quizás una colilla mal apagada quemando el plástico, o una salchicha descomponiéndose, o un diario de distribución gratuita cubriendo el cadáver de un roedor. Nunca lo sabremos, pero lo interesante era lo que no miraba, todo aquello a lo que le daba la espalda –una espalda muy palomar, claro, plumas y alas- con indiferencia de diosa pagana y actitud de rock star. Ya dije que había pocas gentes, pero algún que otro trasnochado pasaba con el bolsito, a paso ligero, y le pasaba bien cerca, casi rozándola. Y la paloma como si nada. Ni fu ni fa menor dirán, pues no hay nada más común que una paloma urbana, gris de mugre, habituada a los trajines y a los papanatas que van y vienen, y hasta me dirán que de proezas mayores se pueden jactar las equivalentes porteñas. Pero ésta era una masa, y no sólo porque estaba ahí para entretener mi espera (lo que, por sí solo, merece mi eterna gratitud), no sólo porque se mecía como vieja y se burlaba de los viajantes; ni siquiera por su sordera estoica ante el bocinazo de un grosero Plusmar (el nombre ya es grosero, imaginen el claxon) ni su arrogante quietud ante la lluvia de polvo que caía de la palita de un empleado verde. Ésta era una masa porque sí, porque a las once en la terminal estaba ahí, al borde del agujero negro, y porque en los quince minutos que tardó el 129 en aparecer no hizo otra cosa que mecerse, atrás y adelante, confirmando en cada movimiento que, como todos los papanatas, yo había viajado veinticinco años, de acá para allá y de allá para acá, sólo para llegar a ese momento y a ese lugar, sólo para estar ahí y ser su testigo feliz.



Y el resto, ni fu ni fa.



.....
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martes, 23 de septiembre de 2008

Insomnio

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...
....

Dormir años que duren milenios
y entonces despertar
despertar con la luz de un crepúsculo azul
en una cama de hierro oscilando en el abismo
sacudida por el viento
despertar con una sonrisa de cartón
un gentil presagio de fuego
pisar las teclas de un piano gigante anclado en la arena
saltar sobre las cuerdas

Correr por el cordón de una calle de ciudad
a un lado el agua de la lluvia teñida de aceites
al otro el cristal de mil botellas rotas
deslizar la mano por el relieve de un árbol caído
quebrar cada una de sus ramas
bailar en la cúpula, beber el óxido de un triciclo

Trepar
sonreír desde la rama más alta
despierto, los ojos bien abiertos,
sonreír con risa blanca y sincera
con piel lacerada y feliz

Contemplar, desde la rama más alta
entre el silbido ocre del viento
la silueta inerte, el reflejo vacuo
el comienzo de todo
y el fin del tiempo.

....
...
..
.

Sobredosis de Armonil y té de tilo.

Hasta pronto.

martes, 2 de septiembre de 2008

Miguelito

Siempre me había equivocado. Miguelito no miraba para otro lado sin entender nada, no era ese ser omnisciente y abarcativo que lo sabía y lo conocía todo, eran sólo un par de ojos negros titilantes y una barba grotesca del siglo diecisiete que parecía dejarse a propósito, para adjudicarse un aire juguetón, que por otra parte con sus ojos ya bastaba para asegurárnoslo.

Pero pensé en "hola" acercarme y decirle, no un "hola" como el que cualquier otro diría, sino un tren, luces a la noche y yo acercándome virtualmente como en cámara lenta a una casa grande en los suburbios con mesa de pino y dos chicos chiquitos medio rubiecitos y un mujer que condimente el brócoli con manteca, pero en el fondo esperaba que fuera esa pantalla de computadora no último modelo apilada encima de la colección orbis tertius, un departamento no demasiado grande, algún gato, tal vez, y restos de pizza en una barra/mesa de la cocina/comedor. Nunca podría saberlo y tal vez en ello radicaba mi deseo de seguirlo con los ojos, de tratar de escrutarlo al máximo en las clases donde no decía nada cuando hablaba y todo cuando se callaba y miraba para arriba con los ojos. Si él hubiera sabido que ese día no tan caluroso lo miré y pensé todo eso, estoy segura que se habría acercado, como si pudiéramos exteriorizar todo lo que somos y todo lo que somos fuera lo que pensamos y sentimos y no lo que hacemos, y yo fuera más que un pedazo de carne con una remera roja y ojos tristes, entonces se habría acercado, y sin palabras, tal vez una mirada explicativa y yo lo habría seguido por diagonales con y sin trenes, caminando atrás, hasta el departamento (porque siempre confié que era un departamento). Ahí se habría sentado, me habría dado un mate, y habría hablado y yo lo habría dejado fluir mirándole los ojos, todo esa gratuidad excesiva hacia mi persona no provendría de que los dos hubiéramos leído la falsa condescendencia de Mrs. Norris en Mansfield Park, ni de que nos creyéramos harto sensibles pertenecientes a esa facultad letrada; sino de que él supo, sabía, cuando me vio, de todo eso que yo sentía.

Todo eso que yo sentía no vieron los ciento cincuenta ojos que estaban al lado mío, ni vieron los ojos de ese él que a veces se confundía conmigo mismo. ¿Por qué Miguelito, entonces?

Porque Miguelito no era, no existía, y como mera construccion iba a existir siempre en mi cabeza, e imaginarme que él era algo que yo quería que todos los demás (y sobretodo él) fueran y nadie era, y nadie podría ser nunca, era más fácil, o simplemente más cobarde y autocomplaciente, que aceptar el hecho de que la persona que creí que personificaría todas las utópicas pretensiones personales que elaboré durante veintipico años de vida, no lo era, no lo iba a ser, y, peor todavía, no lo había sido nunca.

Entonces ahí estaba Miguelito en mi imaginación, mi mente y mi cabeza, y esos ojos negros los miércoles y jueves, para decirme que nunca nada es como pensamos, y para acompañarme en un viaje imaginario en tren en donde se mezclan las ciudades, las edades y los momentos de la vida, y todos confluyen en una eterna luz prendida a las tres de la mañana, en cualquier departamento anónimo de una ciudad superpoblada, donde el ser imaginario y yo tomamos mate y él entiende todos y cada una de mis ingenuidades, todos y cada uno de mis fracasos personales, y sólo me devuelve una sonrisa condescendiente que hace que todo (imaginar todo) valga la pena.




Escrito por mi novia Anle Pito (muy bien 10).

Copyright Madre Puparacha y los Popotitos.

Mimi: in your face!
O la versión vernácula vertida y vertebrada que reverbera en los vibrantes vendavales del valle: ¡Chupáte esa mandarina!

domingo, 3 de agosto de 2008

Los muertos y la lluvia

LOS MUERTOS Y LA LLUVIA

“Había una vez un hombre que vivía junto a un cementerio”
SHAKESPEARE

Había un hombre que vivía junto a un cementerio y nadie preguntaba por qué. ¿Y por qué alguien habría de preguntar algo? Yo no vivo junto a un cementerio y nadie me pregunta por qué. Algo yace, corrompido o enfermo, entre el sí y el no. Si un hombre vive junto a un cementerio no le preguntan por qué, pero si vive lejos de un cementerio tampoco le preguntan por qué. Pero no por azar vivía ese hombre junto a un cementerio. Se me dirá que todo es azaroso, empezando por el lugar en que uno vive. Nada me puede importar lo que se me dice porque nunca nadie me dice nada cuando cree decirme algo. Sólo escucho mis rumores desesperados, los cantos litúrgicos venidos de la tumba sagrada de mi ilícita infancia. Es mentira. En este instante escucho a Lotte Lenya que canta Die deigroshenoper. Claro es que se trata de un disco, pero no deja de asombrarme que en este lapso de tres años entre que la última vez que la escuché, y hoy, nada ha cambiado para Lotte Lenya y mucho (acaso todo, si todo fuera cierto) ha cambiado para mí. He sabido de la muerte y he sabido de la lluvia. Por eso, tal vez, solamente por eso y nada más, solamente por la lluvia sobre las tumbas, solamente por la lluvia y los muertos, puede haber habido un hombre que vivía junto a un cementerio. Los muertos no emiten señales de ninguna suerte. Mala suerte y paciencia, puesto que la vida es un lapso de aprendizaje musical del silencio. Pero algo se mueve y se desoculta cuando cae la lluvia en un cementerio. He visto con mis ojos a los hombrecillos de negro cantar endechas de errantes, perdidos poetas. Y los de caftán mojados por la lluvia, y las lágrimas inútiles, y mi padre demasiado joven, con manos y pies de mancebo griego, mi padre habrá sentido miedo la primera noche, en ese lugar feroz. La gente y los hombrecillos de negro despoblaron rápidamente el cementerio. Un hombre harapiento se quedó a mi lado como para auxiliarme en el caso de que necesitara ayuda. Tal vez fuera el vecino al que se refiere el cuento que empieza Había una vez un hombre que vivía junto a un cementerio. Oh el disco ha cambiado, y Lotte Lenya se revela envejecida. Todos los muertos están ebrios de lluvia sucia y desconocida en el cementerio extraño y judío. Sólo en el resonar de la lluvia sobre las tumbas puedo saber algo de lo que me aterroriza saber. Ojos azules, ojos incrustados en la tierra fresca de las fosas vacías del cementerio judío. Si tuviera una casita vacía junto al cementerio, si pudiera ser mía. Y tomar posesión de ella como de un barco y mirar por un catalejo la tumba de mi padre bajo la lluvia, cuando retornan los muertos y algunos vivientes cuentan cuentos de espíritus, de espectros, de aparecidos. A mí me sucede acercarme en el invierno a mis ausentes, como si la lluvia lo hiciera posible. Es verdad que nada importa a qué o a quién llamaron Dios, pero también es verdad esto que leí en el Talmud: “Dios tiene tres llaves: la de la lluvia, la del nacimiento, la de la resurrección de los muertos”.

Alejandra Pizarnik - 1969

sábado, 21 de junio de 2008

Four minute warning


This is just a nightmare
Soon I'm gonna wake up


Siempre hay un instante, por la madrugada, en el que la ciudad se calla y el tiempo se detiene, y sólo queda el rumor de la bicicleta deslizándose por el asfalto y el frío del viento y a un costado, el mar. Entonces suelto el manubrio y también me deslizo, como un guante, por la avenida larga y vacía, brillante de rocío y de gotas de sal. Hay líneas blancas en el camino, líneas intermitentes, incesantes; me divierte imaginar que albergan veneno, y avanzo entre ellas haciendo zig-zag, ondulando mi marcha como una serpiente.


Running from the bombers
Hiding in the forest
Running through the fields
Laying flat on the ground


A un costado el mar, borroneado por la bruma y la oscuridad; al otro, casas y casas dormidas, estáticas, efímeras; en su interior, gente que duerme, sueños de muerte. Hay celestes en sus almohadas, o quizás rojos, hay olor en sus cuerpos y sangre y piel, y sonrío porque existen, porque me maravilla saber que existen, porque detrás de los muros existen y respiran, porque es madrugada y pronto despertarán, en un suspiro abrirán los ojos y saldrán al mundo; entonces hay algo de dolor en el ruido de la bicicleta, un dolor dulce y amable, el de saberse único e irrepetible, el de saberse mínimo y final.


I don't wanna hear it
I don't wanna know
I just wanna run and hide


Voy erguido, liberado de los quehaceres del mando, la frente cubierta de agua, una bufanda alrededor del cuello, humedad en los pies, manos congeladas, grietas en los labios; el manubrio oscila en el aire y el camino se hace errante e incierto. La avenida es larga y vacía, y si pedaleo llegaré a casa, porque en el fin del camino hay una casa y lo sé. Pero hay un instante, siempre de madrugada, en el zig-zag de las líneas, en el que no hay números ni letras, no hay ruidos ni voces; hay un instante que no puedo prever ni tampoco narrar, en el que la ciudad se calla y el tiempo se detiene, en el que imagino, sin esfuerzos, que detrás de la curva, al amparo de un edificio enorme y marrón, hay un abismo de penumbras, un abismo oscuro e infinito que me espera, en silencio. Y mientras ellos despiertan, yo me deslizo, inexorable, hacia el final.




This is your warning
Four minute warning

sábado, 7 de junio de 2008

Take life as it comes


Nunca hay monedas en el suelo cuando se las necesita. No, no es una máxima de Murphy sin gracia; es más bien la única certeza con la que culminé el paseo.

Ayer, o antes de ayer, o un día de éstos, estaba en el Norte de la ciudad, y tenía que viajar al Sur. Tenía 80 centavos, a saber: una plateada de 25 con el relieve del Cabildo pegoteado con quién sabe qué, una de 50, dorada y brillante, y una chiquita de 5. No alcanzaba para el colectivo. Tenía también un billete de 50 pesos, el ceño fruncido y los ojos severos de Domingo Faustino arrugados en el bolsillo, pero me daba miedo pedir cambio a los kiosqueros; es sabido que ante la escasez, las monedas, baratijas rellenas de cartón, cotizan cual doblones piratas. Pensé que no tenía apuro ni cansancio, pensé en caminar. A los pocos pasos me invadió una certidumbre inexplicable: si observaba con atención, la moneda faltante aparecería en cualquier esquina. ¿Cuántas gentes con monedas habían pisado esas baldosas? Miles. Cuanto más caminaba, por calles transitadas y bien iluminadas, más inminente me parecía el hallazgo, menos necesaria la suerte y el azar.

Recorrí, digamos, 50 cuadras. Digamos, una hora. Pongámosle, 14 canciones –mp3 modo aleatorio-. No creo haber levantado la vista del suelo, más que para evitar los autos y obedecer a los semáforos. No miré los rostros de las personas que cruzaba, apenas vislumbré sus zapatos; no reparé en los edificios ni en los carteles. No miré nada de lo que habitualmente miro, todavía con ojos de turista, cuando camino por Buenos Aires, ladeando la cabeza hacia el cielo y los techos y los balcones y las cúpulas. Forzado a mirar hacia abajo, vi todo lo que siempre pisoteo, a veces intuyo y nunca registro.
Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es:

Vi telgopor desgranado y brillante como la nieve, una planta de lechuga, un trozo de disco compacto, un envase de sal; vi una hoja de un diario matutino que en itálicas prefiguraba una catástrofe, una lata de pescado, una bolsa de plástico y un caramelo azul; vi la huella de un zapato dibujada sobre excremento de perro, vi millones de colillas, tarjetas de teléfono, barro, manchas verdes, saliva y cal. En algún momento cantaba Tom Waits, y su voz aguardentosa hizo eco en un afiche pisoteado que anunciaba las bondades de no sé qué pastilla para prevenir la gripe o el resfrío; en otra parte de la caminata, Lou Reed dijo watch out, the world’s behind you y nunca miré hacia atrás, seguro de que el mundo y las colillas y los pedazos de vidrio seguirían allí, y de que la moneda jamás aparecería.

Faltando 20 cuadras –ponele-, la guitarra de Albert King me provocó un súbito impulso futbolístico: comenzaron a volar las botellas de agua mineral y las tapitas de cerveza. Una piedra oval se deslizó más de lo previsto e impactó en la puerta de un coche estacionado –quiero creer que nadie vio nada-. A esa altura del paseo, huelga decirlo, ya no buscaba el destello de un Cabildo plateado o un escudo dorado. Después vino Polly, she’s just as bored as me, y juzgué impropia mi energía, bajé el ritmo y comencé a entretenerme evitando pisar las hendijas de las baldosas, como hacen los chiflados. Something in the way se apareció solita –o debo suponer que dentro de mi Ipod hay un DJ genial que musicaliza la vida con timming perfecto- y los pasos se hicieron cortos y displicentes.

A falta de 10 cuadras, una moneda surgió de la nada, rodó por el suelo unos diez metros en línea recta, acompañando mi marcha, perdió impulso, describió una curva y fue a parar a un charco de lluvia acumulada en una vereda gris. Sonreí con naturalidad, sin ningún asombro, como quien comprueba un evento previsto y escrito en el viento; me incliné y la saqué del agua. Una señora de unos sesenta años y un flequillo imposible dijo algo que no escuché. Le di la moneda. Asintió con un gesto imperceptible y siguió su camino.

Dediqué las últimas cuadras del paseo a intuir el destino de la moneda. Otra certidumbre inexplicable me invadió: supe que la moneda habría ido a parar al fondo de la máquina del colectivo; el colectivo llevaría a la señora más allá del Sur, al otro lado del río; al otro lado estaría su casa, una planta de malvones en el fondo y un gato gordo y marrón. Cuando metí la llave en la puerta de casa, la calle estaba completamente desierta, el Sur olía a verdura podrida y PJ Harvey cantaba we float, take life as it comes.


domingo, 20 de abril de 2008

Oxímorron


Un verdulero de acá a la vuelta –el “acá” no requiere mayores precisiones: acá es cualquier lado- me vendió mercadería en mal estado. Lo denuncio aquí y no en defensa al consumidor porque todavía creo en el poder de la pluma antes que el de la espada pública.


Paso a narrar los hechos: el señor verdulero, sujeto regordete, pestilente y de mirada huidiza, termina de pesar los 34 kilos de Zucchini que le encargo y anota una serie de jeroglíficos en un papel. Lo rubrica con una estridente raya que confirma su extraña operación matemática y anuncia el costo con voz ronca y feliz. Hasta aquí, todo como Dios manda. Pero sucede lo que sucede siempre con los insaciables comerciantes minoristas: mirando fijo a los ojos, lanza un imperativo “¿qué más?”. Lo confieso: no tengo cintura para eludir semejantes argucias. Turbado por el tono coercitivo y la mirada penetrante, dudo por un instante, trastabillo. El verdulero huele sangre y arremete:

-¿Morrones? ¿Tiene morrones?
-Sí, si, ya ten...
-¿Rojos, verdes?
-Sí, sí, la verd...
-Ahhh, pero no tiene lo último que llegó: oximorrones

Desconozco el vocablo y me pongo rojo como el morrón. ¿Qué hacer? ¿Admitirlo y quedar como un zonzo o cuestionarlo? La cavilación dura un instante, porque enseguida se aclara la cuestión:

-Oximorrones, no sabe lo que son, una cosa de locos. Haga una salsa y pruébelos. Le da un toque de... ¿cómo decirlo? Dulzura salada. Un aroma como a ajíes daneses, un gusto a frescura añeja, un...



El macaneo metafísico duró unos minutos más. Luego, otra operación en un papel. Una baratija los oximorrones: 267 pesos el kilo. No es necesaria la heladera, concluyó. Alcanza con el refrigerio de la intemperie y el humo.




Hoy es un día gris. Los oximorrones están podridos.





fin

miércoles, 16 de abril de 2008

vivre sa vie

Hoy salí
a comprar galletas

la cuadra estaba
inmersa,
como flotando,
en una nube de humo

nube gigante
borrando los edificios

crucé la calle;
los ojos ya me dolían

entré a un supermercado chino,
las luces titilaban
como en una disco
encendido apagado
encendido apagado
y así.

una voz oriental cantaba
una melodía pop occidental




hoy vi la película perfecta
vivre sa vie




fin de mi día

viernes, 15 de febrero de 2008

terapia



But that same image, we ourselves see in all rivers and oceans.
It is the image of the ungraspable phantom of life;
and this is the key to it all.

Herman Melville - Moby Dick






terapia: una ola de 3 metros
(tubo perfecto)
en mar desolado
de las playas del Sur
te golpea -me golpea-
de lleno en la cara
y te arrastra -me arrastra-
15 metros hasta la orilla
sol de 8 pm
y espuma

lo más parecido a morir feliz
y el pez (¿una corvina?)
nada lateralmente en la cresta
un segundo antes de que rompa la ola
(felicidad)

recibir una paliza del mar
al menos diez piñas=anestesia para el resto del 2008
gracias




virginia y alfonsina tenían razón:
agua
y hasta pronto



y gracias

martes, 27 de noviembre de 2007

denial


I have no ideaaaaaa what I am taaaaaaaalking aboooout

I am trapped in this body and caaaaaaaan't get oooout










¿Vieron cómo estamos acostumbrados a generalizar, fraccionar, clasificar, etiquetar, estereotipar y reducir al universo para sentir la ilusión de ser parte de él, de pertenecer a algo tangible y delimitado?


Ante lo infinito:

1 o 4 o 890;
A, B o C;
Negro o blanco o gris
Bueno malo feo lindo
metros gramos litros
dólares euros yens
1010101100111000
norte sur este oeste
arriba abajo
etcéteraaaaaa





Bueno, Radiohead ha logrado simplificarlo a una sola palabra:









denial












deniaaaaaaaal







Bájense el disco gratis, giles:

www.inrainbows.com















denial

domingo, 21 de octubre de 2007

Sobre Roderick Jaynes, o la valentía de los Doppelgängers


Poner títulos a las películas no es fácil, dice Periquito, naaaahh

Sino miren las peripecias de Joel & Ethan y su díscolo montajista Roderick Jaynes, para dar nombre a la mejor película (hay que ver No Country for Old Men, que viene con muy buenas críticas) que los Coen han hecho a la fecha -horrible cacofonía, diría la Pí más prrrreciosa-.

Escribió Jaynes:

(las mejores partes con letra morena. Negrita en la jerga, pero mi para nada hipócrita correctismo político no admite voces racistas)



Friday September 28, 2001The Guardian

One of the hallmarks of old age is the gradual realisation that one is no longer conversant with, or even much aware of, the surrounding culture. Living in Haywards Heath these past 30 years, largely retired from the movie business, I must confess that until recently I hadn't heard of - let alone seen -Pearl Harbor, The Klumps, Vertical Limit, or Lara Croft: Tomb Raider. Well, Pearl Harbor I'd heard of, of course, in its geographic and historical sense, but the motion picture was not on my radar, so to speak. Someone told me that its star was Ben Affleck, which I asked them to repeat a number of times in the belief that they were trying to expel phlegm. Other sources confirm that such is in fact the name of a contemporary cinema star. Live and learn.

I mention this to explain my puzzlement at many of the candidates for the title of the movie whose script these remarks introduce, candidates bandied back and forth by the film-makers as I tried to concentrate on the picture's montage. I am something in the nature of a film editor emeritus, and brothers Joel and Ethan Coen are self-styled cinéastes who had begun shooting this, their latest movie, with little concern as to what it might ultimately be called. "Pansies Don't Float" was an early working title that, thank goodness, they were prevailed upon to discard. They had likewise been coaxed away from more opaque titles aiming to peg the movie generically as a noir : "I, the Barber," "The Man Who Smoked Too Much," and "The Nirdlinger Doings". The Coens entertained (or entertained themselves with) "Missing, Presumed Ed" and "Mr Mum" -both references to the alienated and closemouthed central character Ed Crane, played by William Thornton. They rejected as "too 60s" the one candidate of theirs that I found not uninteresting: "I Love You, Birdie Abundas!"

At first I kept my head down as they argued, struggling to make simple match cuts in footage shot by people patently ignorant of the simplest mechanics of scene construction. The chore was familiar to me, this being my seventh picture with these film-makers, and prompted me to wonder whether a deft and resourceful film editor mightn't sometimes be less the director's friend than his enabler, licensing the sloppiness and ineptitude of he who might otherwise reform. This is a theme upon which, sadly, I could at this point write a book. Friends at Faber & Faber, take note.

As I mentioned before, I am retired. I now unsheath my scissors, as it were, only to work for les frères Coen. They pay well, no doubt of necessity, since their footage, or their persons, frighten away those editors not in their golden years who would be more willing to trade some salary for a feature film on the old résumé. In the case of this film, they promised to sweeten the pot with a paid holiday weekend in Blackpool if I should come up with a title they would end up using. I was happy enough to give it some thought.

Titles, I believe, should be straightforwardly descriptive. Gimmicks, whimsy, and effortful grandeur are simply not on. Accordingly, my suggestion was the direct and unfussy "Edward Crane". Imagine my surprise when the film-makers called as I was stuffing seaside togs into my valise, to say that they felt "we" still hadn't "nailed it". I offered what I thought was a sensible amplification, "The Barber, Crane." When this too was rejected I began to question my own decision to engage with cretins. All the more when they explained that they were looking for something poetic, like "The Other Side of Fate", which they both found appealing but were disinclined to use because of their uncertainty as to whether Fate had more than the one side. "None Know My Name" was another of their favourites, rejected only because of its superabundance of m's and n's. They had solicited my advice, they now told me, because they thought that, being British, I might know some "Shakespearean stuff that might work". They propounded the theory that a good title intrigues, is suggestive, allusive, and makes one want to know more. I was going to suggest "The Man with the Gas Hearth" but, mindful that they also wanted something that savoured of pulpy confession, proposed "My Hearth Is Gas". This prompted a few minutes' thought from Ethan at the end of which he asked: "Is that from the sonnets?"

Perhaps one should not draw back the veil from the creative process. Here are two men respected in the arts about whom it is possibly not necessary to know that they are in fact clods. But on the other hand this knowledge might be tonic to a general public imbued with perhaps too much awe for creative personages. At any rate, my musings on their personal vacuity bore me to what I thought was not a bad title for their film: "The Man Who Wasn't There."

And indeed, the brothers received it with enthusiasm. But the next day a crestfallen Ethan told me that the title had already been used: it was the name of a Steve Guttenberg comedy of the 1980s. When I asked the obvious question, to wit, "Who is Steve Guttenberg?" Joel giggled, and Ethan stared. "Duh," he said. "Police Academy?"

Well, I will take their word that there is such a person who starred in such a movie; as I confessed at the beginning of this introduction, I am hardly an authority. At any rate, Joel proposed that, to avoid infringement, my title be amended to "The Man Who Wasn't All There". When I pointed out that the added word, though short, significantly altered the title's meaning, Ethan bellowed that I was a "pedant". (Both men tend to become tart when challenged.) They came up with two other choices that I found obscure: "I Will Cut Hair No More Forever", and the puzzlingly verbless "Ed Crane, You So Crazy!" There matters rested, in uneasy contemplation of unsatisfactory alternatives, until the two decided to "call Steve" and ask for permission to use my clearly superior nomination.

It was a no doubt bemused Mr Guttenberg who received an incoherent phone call (of which I heard the one side) that began with the brothers simultaneously, fulsomely, and at length setting out how much they "dug" his work, and ended with them asking if it would be all right if they used "The Man Who Wasn't There" as the title for a movie about a barber who really wants to be a dry cleaner, and so many people meeting violent death. Once he'd sorted out what they were after, Mr Guttenberg informed the brothers that he himself was not the proprietor of the title in question, and advised them to ring up his movie's producer, Universal Pictures.

Intimidated by the mention of Universal Pictures, they handed the matter over to the phalanx of lawyers whose full-time job it is to protect the two brothers from themselves. Securing rights in the title was achieved in one short and businesslike phone call. I had my holiday; you see the film.




Si usted, improbable lector, tuvo la paciencia de llegar hasta acá, se preguntará seguramente porqué los hermanos Coen trabajan con un montajista que los desprecia y odia sus películas. En realidad, ellos mismos editan sus films: el inglés semiretirado Jaynes es un seudónimo y además, una esquizofrénica creación de sus mentes, con una ficta biografía y un mal genio de empleado del ANSES.


¿Se imaginan si llegaran a ganar un oscar por mejor montaje?

La Historia tiende a ser cíclica: un momento kodak siglo XXI sería la remake del episodio Marlon. En no-me-acuerdo-qué-año, Brando ganó el oscar por mejor actor. Lo entregaba el bueno de Roger Moore. Una mujer de sangre cherokee o siux o qué se yo subió a recibir el premio, y a rechazarlo en nombre del ganador, a modo de protesta por el "maltrato de la industria a la comunidad indígena" ("¿Acaso no les alcanza con Thanksgiving Day?", se preguntaban, indignados, los progres de la Academia).

La remake sería:

2008. Los Coen ganan el oscar, pero al escenario sube un viejo decrépito con bastón que afirma ser el auténtico Roderick Jaynes, y vocifera, ante la mirada atónita del auditorio, su rechazo a la estatuilla por el maltrato de Hollywood a la comunidad mexicana, que "tan bien mantiene limpios los baños de los sets y tan mal se les paga", y además... Y justo ahí se cierran las cortinas bordó, aturden los violines y se apaga el micrófono del premiado -es vox pópuli que, desde el papelón de SHAME ON YOU, MR PRESIDENT de Michael Moore, la transmisión de los Oscars tiene el más rápido y eficaz sistema de censura del mundo-. En la conferencia post-ceremonia se amontona la prensa; para sorpresa de todos, no es Jaynes sino un funcionario californiano el que se planta frente a los micrófonos, y con la economía verbal que caracteriza a la administración Terminator, anuncia que el valiente inglés ha desaparecido y se desconoce su paradero.


Telón.

lunes, 20 de agosto de 2007

Cita


"An artist never works under ideal conditions.
If they existed, his work wouldn't exist,
for the artist doesn't live in a vacuum.
Some sort of pressure must exist.
The artist exists because the world is not perfect.

Art would be useless if the world were perfect,
as man wouldn't look for harmony but would simply live in it.
Art is born out of an ill-designed world."

Andrei Tarkovsky

lunes, 23 de julio de 2007

Floor collapsing

"You are the music while the music lasts." - T. S. Eliot


Nada mejor, no hay nada mejor que higienizar los oídos, después de cuatro horas de rednecks -sweeeeeeeet home Alabamaaaaa- iracundos y rotundas señoras, 240 minutos de yes, ma'am, sure sir, right away, hold on, no hay nada mejor que banderitas colgando en Plaza de Mayo y autos y colectivos y entonces Play -modo aleatorio y averquésale- y hoy fue justo tan justo (ah perdón, acá están las comas) hoy tan justo decía, Plaza de Mayo y entonces empieza, Transports, motorways and tramlines, y miro pa' arriba y sonrío, intuyo intervención divina porque no hay canción más perfecta para ese momento, starting and then stopping, y se oyen bocinas, motores, frenadas, zapatos, ringtones y yo los veo y no lo oigo, están ahí y no los oigo, al amparo de un inglés enano de Oxford que desgarra y duele, the emptiest of feeeeeeeelings, dissapointed people, clinging on to bottles, y entonces sucede, siempre en esa parte de la canción, de repente floto, me elevo, soy un punto blanco en un mar negro, de golpe soy el único a salvo de todo, and when it comes it so so dissapointing leeeeeeeeeet down and hangin' around, y la voz que no es voz sino grito y no es grito sino dolor lacerante, un millón de dagas en La Mayor que caen desde el cielo para purificar y desvastar y mutilar y masacrar a tanto saco y corbata y cafeína y alarmas y clonazepam y humo y basura y todo eso. Uff. Basta, muy cursi, dice Thom, don't get sentimental, it always ends up drivel, y ahí es la anticipación, la efímera e inefable sensación de gloria cuando ya sé lo que viene, cuando sé la magnitud de lo que viene, y lo que viene pasa por encima de todo, barre la ciudad entera, la arranca de sus entrañas, todos caminan y la ciudad se vuela, caminan y se vuela, se vuela, tornado íntimo que sólo yo veo, que está en mis oídos y está en todos lados y nadie, absolutamente nadie ve, ¿soy el único? ¿Que no ven lo que está pasando? Se están pudriendo todos y el vaho ahuyenta a los pájaros, y ahora sí, and one day, I am gonna grow wings, ahora sí floto, chau idiotas, a chemical reaction, chau grotescos deformes hastiados alienados, hysterical & useless, hysterical and...

Uff.


Lo que queda,
cómo escribirlo,
con qué palabras...

Aparte, las palabras, uff... las palabras, decía Oliveira...


You know,
you know where you are with,
you know where you are with,
floor collapsing,
falling,
bouncing back
and one daaaaaaaaaay,
I'm gonna grow wings,
a chemical reaction,
(You'll know where you aaaaaaaare)
hysterical and useless
(You'll know where you aaaaaaaaaare)
hysterical and
(you'll know where you aaaaaaaaaaaaare)
let down and hanging around,
crushed like a bug in the ground

Let down and hanging around









Ahhhh, gracias, ya está. Limpio. Qué alivio. Uff. Ok, vamos:
Thank you for calling the New AT&T now joined...











And one day,
you'll know where you are