sábado, 21 de junio de 2008

Four minute warning


This is just a nightmare
Soon I'm gonna wake up


Siempre hay un instante, por la madrugada, en el que la ciudad se calla y el tiempo se detiene, y sólo queda el rumor de la bicicleta deslizándose por el asfalto y el frío del viento y a un costado, el mar. Entonces suelto el manubrio y también me deslizo, como un guante, por la avenida larga y vacía, brillante de rocío y de gotas de sal. Hay líneas blancas en el camino, líneas intermitentes, incesantes; me divierte imaginar que albergan veneno, y avanzo entre ellas haciendo zig-zag, ondulando mi marcha como una serpiente.


Running from the bombers
Hiding in the forest
Running through the fields
Laying flat on the ground


A un costado el mar, borroneado por la bruma y la oscuridad; al otro, casas y casas dormidas, estáticas, efímeras; en su interior, gente que duerme, sueños de muerte. Hay celestes en sus almohadas, o quizás rojos, hay olor en sus cuerpos y sangre y piel, y sonrío porque existen, porque me maravilla saber que existen, porque detrás de los muros existen y respiran, porque es madrugada y pronto despertarán, en un suspiro abrirán los ojos y saldrán al mundo; entonces hay algo de dolor en el ruido de la bicicleta, un dolor dulce y amable, el de saberse único e irrepetible, el de saberse mínimo y final.


I don't wanna hear it
I don't wanna know
I just wanna run and hide


Voy erguido, liberado de los quehaceres del mando, la frente cubierta de agua, una bufanda alrededor del cuello, humedad en los pies, manos congeladas, grietas en los labios; el manubrio oscila en el aire y el camino se hace errante e incierto. La avenida es larga y vacía, y si pedaleo llegaré a casa, porque en el fin del camino hay una casa y lo sé. Pero hay un instante, siempre de madrugada, en el zig-zag de las líneas, en el que no hay números ni letras, no hay ruidos ni voces; hay un instante que no puedo prever ni tampoco narrar, en el que la ciudad se calla y el tiempo se detiene, en el que imagino, sin esfuerzos, que detrás de la curva, al amparo de un edificio enorme y marrón, hay un abismo de penumbras, un abismo oscuro e infinito que me espera, en silencio. Y mientras ellos despiertan, yo me deslizo, inexorable, hacia el final.




This is your warning
Four minute warning

sábado, 7 de junio de 2008

Take life as it comes


Nunca hay monedas en el suelo cuando se las necesita. No, no es una máxima de Murphy sin gracia; es más bien la única certeza con la que culminé el paseo.

Ayer, o antes de ayer, o un día de éstos, estaba en el Norte de la ciudad, y tenía que viajar al Sur. Tenía 80 centavos, a saber: una plateada de 25 con el relieve del Cabildo pegoteado con quién sabe qué, una de 50, dorada y brillante, y una chiquita de 5. No alcanzaba para el colectivo. Tenía también un billete de 50 pesos, el ceño fruncido y los ojos severos de Domingo Faustino arrugados en el bolsillo, pero me daba miedo pedir cambio a los kiosqueros; es sabido que ante la escasez, las monedas, baratijas rellenas de cartón, cotizan cual doblones piratas. Pensé que no tenía apuro ni cansancio, pensé en caminar. A los pocos pasos me invadió una certidumbre inexplicable: si observaba con atención, la moneda faltante aparecería en cualquier esquina. ¿Cuántas gentes con monedas habían pisado esas baldosas? Miles. Cuanto más caminaba, por calles transitadas y bien iluminadas, más inminente me parecía el hallazgo, menos necesaria la suerte y el azar.

Recorrí, digamos, 50 cuadras. Digamos, una hora. Pongámosle, 14 canciones –mp3 modo aleatorio-. No creo haber levantado la vista del suelo, más que para evitar los autos y obedecer a los semáforos. No miré los rostros de las personas que cruzaba, apenas vislumbré sus zapatos; no reparé en los edificios ni en los carteles. No miré nada de lo que habitualmente miro, todavía con ojos de turista, cuando camino por Buenos Aires, ladeando la cabeza hacia el cielo y los techos y los balcones y las cúpulas. Forzado a mirar hacia abajo, vi todo lo que siempre pisoteo, a veces intuyo y nunca registro.
Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es:

Vi telgopor desgranado y brillante como la nieve, una planta de lechuga, un trozo de disco compacto, un envase de sal; vi una hoja de un diario matutino que en itálicas prefiguraba una catástrofe, una lata de pescado, una bolsa de plástico y un caramelo azul; vi la huella de un zapato dibujada sobre excremento de perro, vi millones de colillas, tarjetas de teléfono, barro, manchas verdes, saliva y cal. En algún momento cantaba Tom Waits, y su voz aguardentosa hizo eco en un afiche pisoteado que anunciaba las bondades de no sé qué pastilla para prevenir la gripe o el resfrío; en otra parte de la caminata, Lou Reed dijo watch out, the world’s behind you y nunca miré hacia atrás, seguro de que el mundo y las colillas y los pedazos de vidrio seguirían allí, y de que la moneda jamás aparecería.

Faltando 20 cuadras –ponele-, la guitarra de Albert King me provocó un súbito impulso futbolístico: comenzaron a volar las botellas de agua mineral y las tapitas de cerveza. Una piedra oval se deslizó más de lo previsto e impactó en la puerta de un coche estacionado –quiero creer que nadie vio nada-. A esa altura del paseo, huelga decirlo, ya no buscaba el destello de un Cabildo plateado o un escudo dorado. Después vino Polly, she’s just as bored as me, y juzgué impropia mi energía, bajé el ritmo y comencé a entretenerme evitando pisar las hendijas de las baldosas, como hacen los chiflados. Something in the way se apareció solita –o debo suponer que dentro de mi Ipod hay un DJ genial que musicaliza la vida con timming perfecto- y los pasos se hicieron cortos y displicentes.

A falta de 10 cuadras, una moneda surgió de la nada, rodó por el suelo unos diez metros en línea recta, acompañando mi marcha, perdió impulso, describió una curva y fue a parar a un charco de lluvia acumulada en una vereda gris. Sonreí con naturalidad, sin ningún asombro, como quien comprueba un evento previsto y escrito en el viento; me incliné y la saqué del agua. Una señora de unos sesenta años y un flequillo imposible dijo algo que no escuché. Le di la moneda. Asintió con un gesto imperceptible y siguió su camino.

Dediqué las últimas cuadras del paseo a intuir el destino de la moneda. Otra certidumbre inexplicable me invadió: supe que la moneda habría ido a parar al fondo de la máquina del colectivo; el colectivo llevaría a la señora más allá del Sur, al otro lado del río; al otro lado estaría su casa, una planta de malvones en el fondo y un gato gordo y marrón. Cuando metí la llave en la puerta de casa, la calle estaba completamente desierta, el Sur olía a verdura podrida y PJ Harvey cantaba we float, take life as it comes.