martes, 28 de abril de 2009

Crónica de Camping. Parte I

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Crónica del sábado 25 de abril del año 2009 del nacimiento de Nuestro Señor.

Primera Parte.

Viajamos en tren. De lo que vi por la ventana, sólo recuerdo un graffiti skinhead y unas fábricas rojas. Llegamos tarde, muy tarde para pasar un día de camping: eran alrededor de las seis de la tarde. Atardecía mientras tomábamos un café en un McDonalds al lado del río, a metros de la estación de tren -café muy necesario porque estábamos cansados; estábamos abarca: Guilherme, Valentina, Léa y yo-. Para cuando nos acordamos de empezar a buscar camping (así de improvisado fue todo), ya era de noche, los puestos turísticos al lado del río estaban casi todos cerrados y en el río los barquitos y las lanchas comenzaban a escasear. De milagro encontramos a una señora cerrando su puestito, un cubo de cemento con un cartel de neón que decía, entre otras cosas, "camping". Qué quieren, dijo. Camping, dijimos. Treinta pesos la noche cada uno, dijo. Se toman un remisse, yo les consigo, el remisse los lleva hasta el muelle, de ahí una lancha los lleva al camping, que es en una isla. Una isla, pensamos todos, qué grosso una isla, luces y música y gente joven y alcohol y borrachos tirándose al río. Pagamos. La señora terminó de cerrar la persiana del local de un golpe, nos guió hasta una calle enfrente -caminaba como un pato, o como un pingüino, o como la cruza de un pato y un pingüino chueco- y finalmente nos introdujo en la remisería más sucia, maloliente y oscura de las miles y miles de remiserías análogas que pueblan cada esquina de la jungla conurbana. Diez pesos hasta el muelle, dijo el remisero. Asentimos. Nos tranquilizó que dijera "el muelle". Éste lo tiene junado, pensó Guilherme, que ha incorporado a su habla cotidiana vocablos de la jerga arrabalera con pasmosa facilidad. Arrancó el Peugeot 504 blanco, destartalado y sin señales visibles de ser un remisse. Tigre está fulero, dijo. Asentimos. Te chorean en todos lados, agregó. Asentimos, profusamente asentimos. Las mujeres, por instinto, se aferraron más a sus mochilas. Yo tuve ganas de hacer pis. Barajé, por un instante, la posibilidad de que todo aquello fuera un ardid, y que en el muelle nos esperaría un barco para llevarnos como esclavos sexuales a Tailandia; la descarté luego, por inverosímil. Guilherme cantaba en portugués y miraba por la ventana. ¿Qué veía? Calles negras, empedrados, vías de tren, barrios bajos, oscuridad. Promediando el viaje todos nos dimos cuenta que ya no estábamos, ni por asomo, en una zona turística. Más bien estábamos perdidos en algún punto indefinido del Delta. Entramos a un puerto vacío, apenas iluminado por luces mortecinas y apenas animado por la silueta errante de un perro callejero. El remisse se detuvo frente al río; a ambos costados se eregían sendos barcos pesqueros, colosales, inmensos, rojos de óxido y en silencio. ¿Dónde está nuestra lancha? No sé, yo siempre los traigo acá, dijo el remisero y se encogió de hombros. Diez pesos, agregó. Luego partió. Miramos a nuestro alrededor, nos miramos, miramos ahí. Ni señas del bote o de una lancha, ni siquiera -gracias a Dios- un pesquero tailandés. Había algo ahí, es cierto, aunque ni el más optimista de los feligreses dominicales se hubiera atrevido a llamarlo muelle. Eso, o sea el... eso, no era más que una sucesión de troncos flotando en el agua verdosa y ululante; una soga, o una trenza de sogas que atravesaba perpendicularmente los troncos, impedía que éstos flotaran azarosamente a lo largo y ancho del Delta del Tigre. Providencialmente, notamos el cartel. Toque timbre, decía el cartel de chapa clavado en un poste de luz. Debajo había una especie de portero. Tocamos. ¿Hola? ¿Camping? Silencio. Eternos segundos de silencio, o más bien el cúmulo de ruidos y susurros que se oyen cuando se espera una voz, en un puerto, a las ocho de la noche de un sábado. Nos cagaron, dije yo. No hay camping. La mina nos vio cara de perejiles. Era claro como la luna. Nadie se atrevió a discutirme. Nada, cero. Entonces, en el colmo de la desesperanza y mientras los perros comenzaban a rondarnos como buitres, se escuchó la voz. Una voz ronca, densa, gutural, la voz que tendría un hombre de las cavernas si usara un iPhone por primera vez. ¿Camping?, repetimos con timidez. Ya va, murmuró la voz. La comunicación se cortó. Volvimos a mirarnos. ¿Era aquello posible? ¿Emergería de aquella costa vecina que apenas podríamos distinguir una lancha que nos trasladara de una vez por todas a un camping? Imposible, dije yo. Pero aún posible, dijo Valentina, siempre con tendencia a las réplicas aforísticas. Imposible, repetí, y ya la última sílaba que pronuncié se mezcló en el aire con el rumor lejano de un bote, un barco, una lancha surcando las aguas. Era, efectivamente, una lancha, blanca, pequeña y redonda como un fiat 600 flotante; se arrimó a los troncos y un hombre de campera y facciones también redondas nos invitó a subir a bordo con un gesto. Subimos.

A partir de ahí, todo se volvió extraño.
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