lunes, 13 de octubre de 2008

De cómo se mecía una paloma, y otras cosas dignas de que se cuenten en esta grande historia.

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Y eso que a mí las palomas ni fu ni fa menor ni sol ni la la la, pero la de hoy, la de recién, una masa, la paloma.

Era gris, gris de mugre, y estaba en el borde de un tacho de basura, uno de esos enormes baldes azules con bolsas negras de “consorcio” (pobres consorcios, qué culpa tienen) que reciben los papelitos y los cosos y los panchos de la terminal.

Eran las once recién, y habían pocas gentes y mucho frío, y el 129 no aparecía, y yo sin música en el medio de la fila, sin nada que hacer salvo mirar la luna, claro que es una forma de decir, porque luna, lo que se dice luna, no se veía nada, con este clima. Bueno, al grano: la cosa es que me aburría, me dormía y otros verbos más cursis que sabiamente omitiremos, y de golpe y porrazo la vi, la paloma estaba ahí, meciéndose sobre el borde, de espaldas a la estación y de frente al agujero negro, meciéndose como lo hacen las abuelas de las publicidades en sus sillas, meciéndose y moviendo la cabeza hacia atrás y adelante, como lo hacen las cacatúas al caminar (no tengo idea cómo es una cacatúa, sólo quería escribir esa palabra), meciéndose con la vista clavada en el agujero negro del tacho, como si de allí emanara algún tipo de aroma viscoso y narcotizante, quizás una colilla mal apagada quemando el plástico, o una salchicha descomponiéndose, o un diario de distribución gratuita cubriendo el cadáver de un roedor. Nunca lo sabremos, pero lo interesante era lo que no miraba, todo aquello a lo que le daba la espalda –una espalda muy palomar, claro, plumas y alas- con indiferencia de diosa pagana y actitud de rock star. Ya dije que había pocas gentes, pero algún que otro trasnochado pasaba con el bolsito, a paso ligero, y le pasaba bien cerca, casi rozándola. Y la paloma como si nada. Ni fu ni fa menor dirán, pues no hay nada más común que una paloma urbana, gris de mugre, habituada a los trajines y a los papanatas que van y vienen, y hasta me dirán que de proezas mayores se pueden jactar las equivalentes porteñas. Pero ésta era una masa, y no sólo porque estaba ahí para entretener mi espera (lo que, por sí solo, merece mi eterna gratitud), no sólo porque se mecía como vieja y se burlaba de los viajantes; ni siquiera por su sordera estoica ante el bocinazo de un grosero Plusmar (el nombre ya es grosero, imaginen el claxon) ni su arrogante quietud ante la lluvia de polvo que caía de la palita de un empleado verde. Ésta era una masa porque sí, porque a las once en la terminal estaba ahí, al borde del agujero negro, y porque en los quince minutos que tardó el 129 en aparecer no hizo otra cosa que mecerse, atrás y adelante, confirmando en cada movimiento que, como todos los papanatas, yo había viajado veinticinco años, de acá para allá y de allá para acá, sólo para llegar a ese momento y a ese lugar, sólo para estar ahí y ser su testigo feliz.



Y el resto, ni fu ni fa.



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martes, 23 de septiembre de 2008

Insomnio

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Dormir años que duren milenios
y entonces despertar
despertar con la luz de un crepúsculo azul
en una cama de hierro oscilando en el abismo
sacudida por el viento
despertar con una sonrisa de cartón
un gentil presagio de fuego
pisar las teclas de un piano gigante anclado en la arena
saltar sobre las cuerdas

Correr por el cordón de una calle de ciudad
a un lado el agua de la lluvia teñida de aceites
al otro el cristal de mil botellas rotas
deslizar la mano por el relieve de un árbol caído
quebrar cada una de sus ramas
bailar en la cúpula, beber el óxido de un triciclo

Trepar
sonreír desde la rama más alta
despierto, los ojos bien abiertos,
sonreír con risa blanca y sincera
con piel lacerada y feliz

Contemplar, desde la rama más alta
entre el silbido ocre del viento
la silueta inerte, el reflejo vacuo
el comienzo de todo
y el fin del tiempo.

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Sobredosis de Armonil y té de tilo.

Hasta pronto.

martes, 2 de septiembre de 2008

Miguelito

Siempre me había equivocado. Miguelito no miraba para otro lado sin entender nada, no era ese ser omnisciente y abarcativo que lo sabía y lo conocía todo, eran sólo un par de ojos negros titilantes y una barba grotesca del siglo diecisiete que parecía dejarse a propósito, para adjudicarse un aire juguetón, que por otra parte con sus ojos ya bastaba para asegurárnoslo.

Pero pensé en "hola" acercarme y decirle, no un "hola" como el que cualquier otro diría, sino un tren, luces a la noche y yo acercándome virtualmente como en cámara lenta a una casa grande en los suburbios con mesa de pino y dos chicos chiquitos medio rubiecitos y un mujer que condimente el brócoli con manteca, pero en el fondo esperaba que fuera esa pantalla de computadora no último modelo apilada encima de la colección orbis tertius, un departamento no demasiado grande, algún gato, tal vez, y restos de pizza en una barra/mesa de la cocina/comedor. Nunca podría saberlo y tal vez en ello radicaba mi deseo de seguirlo con los ojos, de tratar de escrutarlo al máximo en las clases donde no decía nada cuando hablaba y todo cuando se callaba y miraba para arriba con los ojos. Si él hubiera sabido que ese día no tan caluroso lo miré y pensé todo eso, estoy segura que se habría acercado, como si pudiéramos exteriorizar todo lo que somos y todo lo que somos fuera lo que pensamos y sentimos y no lo que hacemos, y yo fuera más que un pedazo de carne con una remera roja y ojos tristes, entonces se habría acercado, y sin palabras, tal vez una mirada explicativa y yo lo habría seguido por diagonales con y sin trenes, caminando atrás, hasta el departamento (porque siempre confié que era un departamento). Ahí se habría sentado, me habría dado un mate, y habría hablado y yo lo habría dejado fluir mirándole los ojos, todo esa gratuidad excesiva hacia mi persona no provendría de que los dos hubiéramos leído la falsa condescendencia de Mrs. Norris en Mansfield Park, ni de que nos creyéramos harto sensibles pertenecientes a esa facultad letrada; sino de que él supo, sabía, cuando me vio, de todo eso que yo sentía.

Todo eso que yo sentía no vieron los ciento cincuenta ojos que estaban al lado mío, ni vieron los ojos de ese él que a veces se confundía conmigo mismo. ¿Por qué Miguelito, entonces?

Porque Miguelito no era, no existía, y como mera construccion iba a existir siempre en mi cabeza, e imaginarme que él era algo que yo quería que todos los demás (y sobretodo él) fueran y nadie era, y nadie podría ser nunca, era más fácil, o simplemente más cobarde y autocomplaciente, que aceptar el hecho de que la persona que creí que personificaría todas las utópicas pretensiones personales que elaboré durante veintipico años de vida, no lo era, no lo iba a ser, y, peor todavía, no lo había sido nunca.

Entonces ahí estaba Miguelito en mi imaginación, mi mente y mi cabeza, y esos ojos negros los miércoles y jueves, para decirme que nunca nada es como pensamos, y para acompañarme en un viaje imaginario en tren en donde se mezclan las ciudades, las edades y los momentos de la vida, y todos confluyen en una eterna luz prendida a las tres de la mañana, en cualquier departamento anónimo de una ciudad superpoblada, donde el ser imaginario y yo tomamos mate y él entiende todos y cada una de mis ingenuidades, todos y cada uno de mis fracasos personales, y sólo me devuelve una sonrisa condescendiente que hace que todo (imaginar todo) valga la pena.




Escrito por mi novia Anle Pito (muy bien 10).

Copyright Madre Puparacha y los Popotitos.

Mimi: in your face!
O la versión vernácula vertida y vertebrada que reverbera en los vibrantes vendavales del valle: ¡Chupáte esa mandarina!

domingo, 3 de agosto de 2008

Los muertos y la lluvia

LOS MUERTOS Y LA LLUVIA

“Había una vez un hombre que vivía junto a un cementerio”
SHAKESPEARE

Había un hombre que vivía junto a un cementerio y nadie preguntaba por qué. ¿Y por qué alguien habría de preguntar algo? Yo no vivo junto a un cementerio y nadie me pregunta por qué. Algo yace, corrompido o enfermo, entre el sí y el no. Si un hombre vive junto a un cementerio no le preguntan por qué, pero si vive lejos de un cementerio tampoco le preguntan por qué. Pero no por azar vivía ese hombre junto a un cementerio. Se me dirá que todo es azaroso, empezando por el lugar en que uno vive. Nada me puede importar lo que se me dice porque nunca nadie me dice nada cuando cree decirme algo. Sólo escucho mis rumores desesperados, los cantos litúrgicos venidos de la tumba sagrada de mi ilícita infancia. Es mentira. En este instante escucho a Lotte Lenya que canta Die deigroshenoper. Claro es que se trata de un disco, pero no deja de asombrarme que en este lapso de tres años entre que la última vez que la escuché, y hoy, nada ha cambiado para Lotte Lenya y mucho (acaso todo, si todo fuera cierto) ha cambiado para mí. He sabido de la muerte y he sabido de la lluvia. Por eso, tal vez, solamente por eso y nada más, solamente por la lluvia sobre las tumbas, solamente por la lluvia y los muertos, puede haber habido un hombre que vivía junto a un cementerio. Los muertos no emiten señales de ninguna suerte. Mala suerte y paciencia, puesto que la vida es un lapso de aprendizaje musical del silencio. Pero algo se mueve y se desoculta cuando cae la lluvia en un cementerio. He visto con mis ojos a los hombrecillos de negro cantar endechas de errantes, perdidos poetas. Y los de caftán mojados por la lluvia, y las lágrimas inútiles, y mi padre demasiado joven, con manos y pies de mancebo griego, mi padre habrá sentido miedo la primera noche, en ese lugar feroz. La gente y los hombrecillos de negro despoblaron rápidamente el cementerio. Un hombre harapiento se quedó a mi lado como para auxiliarme en el caso de que necesitara ayuda. Tal vez fuera el vecino al que se refiere el cuento que empieza Había una vez un hombre que vivía junto a un cementerio. Oh el disco ha cambiado, y Lotte Lenya se revela envejecida. Todos los muertos están ebrios de lluvia sucia y desconocida en el cementerio extraño y judío. Sólo en el resonar de la lluvia sobre las tumbas puedo saber algo de lo que me aterroriza saber. Ojos azules, ojos incrustados en la tierra fresca de las fosas vacías del cementerio judío. Si tuviera una casita vacía junto al cementerio, si pudiera ser mía. Y tomar posesión de ella como de un barco y mirar por un catalejo la tumba de mi padre bajo la lluvia, cuando retornan los muertos y algunos vivientes cuentan cuentos de espíritus, de espectros, de aparecidos. A mí me sucede acercarme en el invierno a mis ausentes, como si la lluvia lo hiciera posible. Es verdad que nada importa a qué o a quién llamaron Dios, pero también es verdad esto que leí en el Talmud: “Dios tiene tres llaves: la de la lluvia, la del nacimiento, la de la resurrección de los muertos”.

Alejandra Pizarnik - 1969

sábado, 21 de junio de 2008

Four minute warning


This is just a nightmare
Soon I'm gonna wake up


Siempre hay un instante, por la madrugada, en el que la ciudad se calla y el tiempo se detiene, y sólo queda el rumor de la bicicleta deslizándose por el asfalto y el frío del viento y a un costado, el mar. Entonces suelto el manubrio y también me deslizo, como un guante, por la avenida larga y vacía, brillante de rocío y de gotas de sal. Hay líneas blancas en el camino, líneas intermitentes, incesantes; me divierte imaginar que albergan veneno, y avanzo entre ellas haciendo zig-zag, ondulando mi marcha como una serpiente.


Running from the bombers
Hiding in the forest
Running through the fields
Laying flat on the ground


A un costado el mar, borroneado por la bruma y la oscuridad; al otro, casas y casas dormidas, estáticas, efímeras; en su interior, gente que duerme, sueños de muerte. Hay celestes en sus almohadas, o quizás rojos, hay olor en sus cuerpos y sangre y piel, y sonrío porque existen, porque me maravilla saber que existen, porque detrás de los muros existen y respiran, porque es madrugada y pronto despertarán, en un suspiro abrirán los ojos y saldrán al mundo; entonces hay algo de dolor en el ruido de la bicicleta, un dolor dulce y amable, el de saberse único e irrepetible, el de saberse mínimo y final.


I don't wanna hear it
I don't wanna know
I just wanna run and hide


Voy erguido, liberado de los quehaceres del mando, la frente cubierta de agua, una bufanda alrededor del cuello, humedad en los pies, manos congeladas, grietas en los labios; el manubrio oscila en el aire y el camino se hace errante e incierto. La avenida es larga y vacía, y si pedaleo llegaré a casa, porque en el fin del camino hay una casa y lo sé. Pero hay un instante, siempre de madrugada, en el zig-zag de las líneas, en el que no hay números ni letras, no hay ruidos ni voces; hay un instante que no puedo prever ni tampoco narrar, en el que la ciudad se calla y el tiempo se detiene, en el que imagino, sin esfuerzos, que detrás de la curva, al amparo de un edificio enorme y marrón, hay un abismo de penumbras, un abismo oscuro e infinito que me espera, en silencio. Y mientras ellos despiertan, yo me deslizo, inexorable, hacia el final.




This is your warning
Four minute warning

sábado, 7 de junio de 2008

Take life as it comes


Nunca hay monedas en el suelo cuando se las necesita. No, no es una máxima de Murphy sin gracia; es más bien la única certeza con la que culminé el paseo.

Ayer, o antes de ayer, o un día de éstos, estaba en el Norte de la ciudad, y tenía que viajar al Sur. Tenía 80 centavos, a saber: una plateada de 25 con el relieve del Cabildo pegoteado con quién sabe qué, una de 50, dorada y brillante, y una chiquita de 5. No alcanzaba para el colectivo. Tenía también un billete de 50 pesos, el ceño fruncido y los ojos severos de Domingo Faustino arrugados en el bolsillo, pero me daba miedo pedir cambio a los kiosqueros; es sabido que ante la escasez, las monedas, baratijas rellenas de cartón, cotizan cual doblones piratas. Pensé que no tenía apuro ni cansancio, pensé en caminar. A los pocos pasos me invadió una certidumbre inexplicable: si observaba con atención, la moneda faltante aparecería en cualquier esquina. ¿Cuántas gentes con monedas habían pisado esas baldosas? Miles. Cuanto más caminaba, por calles transitadas y bien iluminadas, más inminente me parecía el hallazgo, menos necesaria la suerte y el azar.

Recorrí, digamos, 50 cuadras. Digamos, una hora. Pongámosle, 14 canciones –mp3 modo aleatorio-. No creo haber levantado la vista del suelo, más que para evitar los autos y obedecer a los semáforos. No miré los rostros de las personas que cruzaba, apenas vislumbré sus zapatos; no reparé en los edificios ni en los carteles. No miré nada de lo que habitualmente miro, todavía con ojos de turista, cuando camino por Buenos Aires, ladeando la cabeza hacia el cielo y los techos y los balcones y las cúpulas. Forzado a mirar hacia abajo, vi todo lo que siempre pisoteo, a veces intuyo y nunca registro.
Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es:

Vi telgopor desgranado y brillante como la nieve, una planta de lechuga, un trozo de disco compacto, un envase de sal; vi una hoja de un diario matutino que en itálicas prefiguraba una catástrofe, una lata de pescado, una bolsa de plástico y un caramelo azul; vi la huella de un zapato dibujada sobre excremento de perro, vi millones de colillas, tarjetas de teléfono, barro, manchas verdes, saliva y cal. En algún momento cantaba Tom Waits, y su voz aguardentosa hizo eco en un afiche pisoteado que anunciaba las bondades de no sé qué pastilla para prevenir la gripe o el resfrío; en otra parte de la caminata, Lou Reed dijo watch out, the world’s behind you y nunca miré hacia atrás, seguro de que el mundo y las colillas y los pedazos de vidrio seguirían allí, y de que la moneda jamás aparecería.

Faltando 20 cuadras –ponele-, la guitarra de Albert King me provocó un súbito impulso futbolístico: comenzaron a volar las botellas de agua mineral y las tapitas de cerveza. Una piedra oval se deslizó más de lo previsto e impactó en la puerta de un coche estacionado –quiero creer que nadie vio nada-. A esa altura del paseo, huelga decirlo, ya no buscaba el destello de un Cabildo plateado o un escudo dorado. Después vino Polly, she’s just as bored as me, y juzgué impropia mi energía, bajé el ritmo y comencé a entretenerme evitando pisar las hendijas de las baldosas, como hacen los chiflados. Something in the way se apareció solita –o debo suponer que dentro de mi Ipod hay un DJ genial que musicaliza la vida con timming perfecto- y los pasos se hicieron cortos y displicentes.

A falta de 10 cuadras, una moneda surgió de la nada, rodó por el suelo unos diez metros en línea recta, acompañando mi marcha, perdió impulso, describió una curva y fue a parar a un charco de lluvia acumulada en una vereda gris. Sonreí con naturalidad, sin ningún asombro, como quien comprueba un evento previsto y escrito en el viento; me incliné y la saqué del agua. Una señora de unos sesenta años y un flequillo imposible dijo algo que no escuché. Le di la moneda. Asintió con un gesto imperceptible y siguió su camino.

Dediqué las últimas cuadras del paseo a intuir el destino de la moneda. Otra certidumbre inexplicable me invadió: supe que la moneda habría ido a parar al fondo de la máquina del colectivo; el colectivo llevaría a la señora más allá del Sur, al otro lado del río; al otro lado estaría su casa, una planta de malvones en el fondo y un gato gordo y marrón. Cuando metí la llave en la puerta de casa, la calle estaba completamente desierta, el Sur olía a verdura podrida y PJ Harvey cantaba we float, take life as it comes.


domingo, 20 de abril de 2008

Oxímorron


Un verdulero de acá a la vuelta –el “acá” no requiere mayores precisiones: acá es cualquier lado- me vendió mercadería en mal estado. Lo denuncio aquí y no en defensa al consumidor porque todavía creo en el poder de la pluma antes que el de la espada pública.


Paso a narrar los hechos: el señor verdulero, sujeto regordete, pestilente y de mirada huidiza, termina de pesar los 34 kilos de Zucchini que le encargo y anota una serie de jeroglíficos en un papel. Lo rubrica con una estridente raya que confirma su extraña operación matemática y anuncia el costo con voz ronca y feliz. Hasta aquí, todo como Dios manda. Pero sucede lo que sucede siempre con los insaciables comerciantes minoristas: mirando fijo a los ojos, lanza un imperativo “¿qué más?”. Lo confieso: no tengo cintura para eludir semejantes argucias. Turbado por el tono coercitivo y la mirada penetrante, dudo por un instante, trastabillo. El verdulero huele sangre y arremete:

-¿Morrones? ¿Tiene morrones?
-Sí, si, ya ten...
-¿Rojos, verdes?
-Sí, sí, la verd...
-Ahhh, pero no tiene lo último que llegó: oximorrones

Desconozco el vocablo y me pongo rojo como el morrón. ¿Qué hacer? ¿Admitirlo y quedar como un zonzo o cuestionarlo? La cavilación dura un instante, porque enseguida se aclara la cuestión:

-Oximorrones, no sabe lo que son, una cosa de locos. Haga una salsa y pruébelos. Le da un toque de... ¿cómo decirlo? Dulzura salada. Un aroma como a ajíes daneses, un gusto a frescura añeja, un...



El macaneo metafísico duró unos minutos más. Luego, otra operación en un papel. Una baratija los oximorrones: 267 pesos el kilo. No es necesaria la heladera, concluyó. Alcanza con el refrigerio de la intemperie y el humo.




Hoy es un día gris. Los oximorrones están podridos.





fin

miércoles, 16 de abril de 2008

vivre sa vie

Hoy salí
a comprar galletas

la cuadra estaba
inmersa,
como flotando,
en una nube de humo

nube gigante
borrando los edificios

crucé la calle;
los ojos ya me dolían

entré a un supermercado chino,
las luces titilaban
como en una disco
encendido apagado
encendido apagado
y así.

una voz oriental cantaba
una melodía pop occidental




hoy vi la película perfecta
vivre sa vie




fin de mi día

viernes, 15 de febrero de 2008

terapia



But that same image, we ourselves see in all rivers and oceans.
It is the image of the ungraspable phantom of life;
and this is the key to it all.

Herman Melville - Moby Dick






terapia: una ola de 3 metros
(tubo perfecto)
en mar desolado
de las playas del Sur
te golpea -me golpea-
de lleno en la cara
y te arrastra -me arrastra-
15 metros hasta la orilla
sol de 8 pm
y espuma

lo más parecido a morir feliz
y el pez (¿una corvina?)
nada lateralmente en la cresta
un segundo antes de que rompa la ola
(felicidad)

recibir una paliza del mar
al menos diez piñas=anestesia para el resto del 2008
gracias




virginia y alfonsina tenían razón:
agua
y hasta pronto



y gracias