lunes, 8 de junio de 2009

Sobre Virginia Woolf

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Para ella, la realidad parpadea y vacila a cada nueva percepción y sensación, y las ideas son sombras que orillan sus momentos privilegiados.

Ninguna otra persona de letras del siglo XX nos muestra tan claramente que nuestra cultura está condenada a seguir siendo literaria en ausencia de cualquier ideología que no haya sido desacreditada. Religión, ciencia, filosofía, movimientos sociales: ¿son pájaros vivos en nuestras manos, o pájaros muertos y disecados en los estantes? Cuando las modas conceptuales nos abandonan, volvemos a la literatura, donde la cognición, la percepción y la sensación nunca pueden desligarse completamente.


El Canon Occidental, Harold Bloom.

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martes, 26 de mayo de 2009

El Viejo de los miércoles. Parte I

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Esta es la historia del Viejo que aparecía los miércoles.
Parte I.

En diciembre del 2008, o sea, si no me fallan los cálculos, el año pasado, regresé a Mar del Plata para pasar el verano, desempaqué y acto seguido establecí como prioridad primerísima la urgente tarea de infiltrarme en uno de esos grupos de pibes que se juntan semanalmente a jugar al fútbol. A los pocos días mi cuñado me facilitó las cosas con una invitación informal a incorporarme a su equipo. La cita era, como el lector precavido ya habrá adivinado, los miércoles a las diez de la noche. El lugar: una cancha de césped sintético, apta para conjuntos de no más de ocho hombres, en el conocido Club Teléfonos (el motivo del nombre no lo sé), a escasas cuadras del aún más conocido boliche Sobremonte. (Este párrafo es prescindible a los fines de la historia, también habrá adivinado el lector perspicaz).

Lo cierto es que, para decirlo con menos rodeos, los miércoles a la noche nos juntábamos a jugar. Ya no se puede decir jugar a la pelota, me parece, porque el latiguillo remite a barrio, potrero, tierra, espontaneidad, inclusive amistad, y nada de eso había en el impecable e impecablemente iluminado terreno de juego del ya mencionado Club Teléfonos. Los arcos, las luces, las líneas blancas de las áreas, los banderines de las esquinas, quiero decir, la cancha en su totalidad era tan... ¿Cómo decirlo? Tan profesional, digamos, que uno se sentía un hereje si le pifiaba a la bola o si fallaba una clara ocasión de gol. Pero vayamos al grano, por el amor de Dios.

Si mal no recuerdo, al tercer o cuarto partido desde mi incorporación, apareció el Viejo. Como por entonces apenas conocía las caras de los que jugaban y algún que otro apodo gracioso oído al pasar, no juzgué extraña la aparición del energúmeno, a pesar de que su atuendo anacrónico y su ostensible vejez invitaban a la sospecha. Vestía medias subidas a la rodilla, lo cual en el ambiente futbolístico amateur es, como todo el mundo sabe, sinónimo de poca o nula habilidad; usaba pantalones muy cortos, como los que usaban los del ’78, como los que usaba Luque cuando hizo ese gol heroico contra Francia, heroico porque se le había muerto el hermano, según cuenta mi abuelo, o mejor dicho contaba, porque desde que él se murió en el 2003 no dice gran cosa. Sólo que el Viejo tenía un estilo de juego –por llamarlo de alguna manera– que distaba mucho del heroísmo. Más bien lo contrario: se estacionaba en la banda derecha, como un wing de los de antes, de aquella época loca en la que los equipos atacaban con cinco y defendían con dos, y desde ese nicho, pegado a la raya, esperaba pacientemente sus escasos contactos con el balón, los que no obstante no cesaba de reclamar a viva voz. Cuando por esas cosas que tiene el fútbol recibía un pase, su rutina era invariable: agachaba la cabeza, avanzaba unos metros y cuando le salían a marcarlo, echaba un centro torpe, apurado, ciego, un centro, como quien dice, al tun tun. Un centro de esos que merecen la mirada desaprobatoria del centroforward y los murmullos de fastidio del resto. Entonces se disculpaba, maldecía a la mala suerte o al azar y volvía al trotecito, como un jumento cordobés. Olvidé decir que siempre jugaba para mi equipo, y debo confesar que al principio yo era uno de los que más lo habilitaba, más que nada porque soy un jugador discreto que trata de hacer siempre la más fácil, y en el panorama de nuestro ataque el Viejo siempre era la más fácil, pues no lo marcaba ni su sombra.

Decía entonces que al tercer o cuarto partido apareció el Viejo, y desde entonces se hizo habitué hasta marzo del corriente año, cuando me vi obligado a abandonar los partidos para venir al Buen Ayre. El apodo de Viejo, como deduje más adelante, no revelaba ningún parentesco con alguno de los pibes, sino que había surgido espontáneamente en el tumulto del juego, y a esa circunstancia debía su poca originalidad (en el apuro, el desconocido en un picado puede ser llamado “rubio”, “flaco” o inclusive “violeta” si acaso viste ese color, por cierto muy de moda en la temporada marplatense); por lo demás, no era exactamente un viejo de verdad, quiero decir, uno de esos hombrecillos añejos que pululan a lo largo y ancho de la ciudad y que parecen multiplicarse exponencialmente cada año; el Viejo en realidad no tendría más de cuarenta, pero la calvicie y la panza redonda, una de esas panzas que los hombres crían cuando se establecen en la vida y son felices, o se resignan a la vida, que para el caso es lo mismo, justificaban el mote, que por otro lado no parecía ofenderlo.

Lo curioso es que nadie lo conocía. Yo me di cuenta en cierta ocasión, en que estábamos todos desparramados en los márgenes de la cancha, ya finalizado el partido, desparramados estirando los músculos, bebiendo agua, juntando la plata y comentando el partido, todo al mismo tiempo. Ya era enero y hacía calor. Aníbal recibía los billetes y hacía cuentas. Aníbal era el que organizaba todo, llamaba en la semana a los pibes para asegurar su concurrencia, reservaba la cancha, armaba los equipos y pagaba. Lo cierto que en eso estaba, haciendo cuentas, y de golpe salta y dice, che, hoy hay que poner un peso más, porque el Viejo no garpa. Hubo risas. Acto seguido, varios pibes empezaron a hacer chistes sobre el Viejo y su misteriosa procedencia. Ahí caí que nadie conocía al Viejo. Debe ser del Club, tiró uno. O un vecino de por acá. No, boludo, es el canchero. ¿Qué es un canchero? No sé, como un jardinero. Andá a lavarte el orto. En serio, boludo, ¿de dónde sale el Viejo? Jugó porque faltaba uno. Sí, siempre falta uno y le tiramos una pechera y que juegue, total, qué más da, mejor eso que estar impares. Viejo de mierda, no caza un fulbo. ¿Viste que al toque que termina el partido se las toma? Tampoco le vamos a cobrar, qué se cree. De golpe se hizo un silencio. Para mí que mató a alguien y necesitaba una coartada, dijo Aníbal. Hubo consenso inmediato respecto de esa teoría y cada uno se fue a su casa.

A partir de ese día, las apariciones del Viejo se repetían como un calco y el mito a su alrededor crecía. Todos los miércoles mata a una prostituta y luego viene a procurarse una coartada, insistía Aníbal. Lo cierto es que a las 22:05, cuando resultaba evidente que el pelotudo ocasional no iba a venir, el Viejo salía de la nada, como si viviera en un yuyo al costado de la cancha, asomaba la cabeza, tanteaba el terreno, olía el ambiente, hola muchachos, decía, Aníbal le hacía un gesto aprobatorio, se calzaba la pechera y arrancaba el partido. Con el correr de las semanas, ya era parte del paisaje habitual del Club Teléfonos, y todos parecíamos habernos acostumbrado a su presencia, de la misma manera que se acostumbra uno a ver en el techo del baño las manchas de humedad. Además, el muy pillo tenía la picardía de compensar sus horrendas actuaciones con un repertorio variado de arengas, voces de aliento, gestos amables, caballerosidad con el contrincante o como dice la FIFA, fair play, pedidos de disculpas y desmesurados festejos de gol, repertorio en el cual sin duda invertía más energía que en sus esporádicas aventuras junto a la línea de cal. A mi cuñado –en adelante, Alexander, o mejor dicho Alez, como se hace llamar para reafirmar su fanatismo por Vélez Sársfield–, por ejemplo, le decía “¡fenómeno!” cada vez que hacía un gol o una jugada de calidad. ¡Fenómeno este pibe!, le decía, y volvía al trotecito. Ante tanta simpatía –que a mí, debo decir, no me resultaba muy simpática–, a los pibes se les hacía difícil echarlo a patadas; tal es así que para cuando llegó febrero siguió jugando como si nada aún cuando sin él ya sumábamos un número par. El asunto comenzaba a fastidiarme, a decir verdad. Estaba harto de que arruinara mis milimétricos cambios de frente tirando con el juanete centros que iban a morir en la nada. Empecé a mirarlo con ojeriza, como dicen los campechanos; si no me devolvía una pared, murmuraba insultos entre dientes o lo mandaba lisa y llanamente a la mierda. El Viejo, por supuesto, no se daba por aludido. Creo que ni sabía que éramos compañeros de equipo, a pesar de la evidencia insoslayable de la pechera azul. Tal vez no veía nada, o era daltónico. Tal vez se hacía el gil. De cualquier manera, el asunto comenzaba a fastidiarme.

Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato.

Llegó marzo y el primer miércoles de dicho mes se jugaba el último partido en el que yo participaría. Con nostalgia, repasé los sucesos del verano; con rencor, caí a cuenta que el Viejo no sólo me había despojado de mi status de “el nuevo” (status por demás incómodo, pero que al menos me identificaba de alguna forma en el grupo), sino que también había logrado, con sus adulaciones rastreras y sus alaridos demagógicos, granjearse el afecto sincero de los pibes; entendí, no sin tristeza, que con el correr de las semanas mi impronta en el césped artificial del Club Teléfonos, no obstante tener en mi autoría algunos golazos y destellos de calidad, quedaría en el olvido; mientras que las corridas infructíferas del Viejo y el brillo de su pelada bajo la luz de la luna perdurarían por siempre. Lo entendí durante el juego, en un tiro de esquina que me tocó ejecutar, y que deliberadamente desperdicié en un imposible intento de gol olímpico, haciendo caso omiso de los ademanes solitarios del Viejo en el segundo palo. Me dije: esto no es venganza suficiente. El Viejo está habituado al ostracismo, es más de lo mismo, no alcanza con ignorarlo en un corner. En una pausa del juego, elaboré un plan. Un plan sencillo pero eficaz, pensé, un plan que desenmascarase de una vez por todas a ese farsante.

Terminó el partido. Los pibes se desparramaron como siempre; el Viejo, en un costado, estiraba los músculos y parecía, visto desde lejos, una de esas señoras ridículas que enseñan gimnasia en Utilísima Satelital. Saludé a todos con un gesto mínimo y con un gesto mínimo me respondieron, pues nadie sabía que aquél era mi último partido y la situación no daba para confesiones por el estilo. Ese miércoles, como todos los anteriores, había ido en auto al Club. Le hice un gesto a Alez y me metí al coche, encendí el motor, prendí las luces y esperé. Alez subió y esperó. ¿Qué esperamos?, dijo Alez. Al Viejo, dije. ¿Eh? ¿Lo vamos a llevar?

No, dije. Lo vamos a seguir.
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jueves, 14 de mayo de 2009

Crónica de Camping. Parte II

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Crónica del sábado 25 de abril del año 2009 del nacimiento de Nuestro Señor.
Segunda Parte.

¿Cómo se navega un Fiat 600 en la oscuridad? El tipo redondo parecía un experto, un gigantesco y redondo murciélago experto en fititos flotantes; iba erguido, porte militar, gorra de marinero, mirando al frente. Lo cual es un decir, porque mirar no miraba nada, qué iba a mirar si no se veía una mierda. En los asientos de la parte trasera del bote, amontonados por el frío, los demás estiraban el cogote, tratando sin éxito de divisar tierra firme más adelante; vuelto hacia atrás, yo me entretenía mirando el surco de espuma que iba quedando a nuestras espaldas. Somos un cierre relámpago abriendo el río en dos y las aguas nunca volverán a unirse, pensé. El motor hacía runrunrun, no como un gato sino como una heladera vieja. Somos un bisturí desgarrando el río, pensé. Runrunrun, la heladera de mi abuela era igual. Somos unos pelotudos estafados, pensé, Tailandia debe ser preciosa en abril, pensé, qué cara de culo tiene Léa, pensé, las francesas siempre tienen cara de culo, pensé, sólo conozco dos francesas y no es cierto, pensé, y qué ganas de hacer pis. Runrunrun por unos minutos más, y algo deben haber hablado los pibes, pero no escuché, o no recuerdo. Al fin el bote ingresó en una especie de canal adyacente al río que parecía conducir a la isla; a los costados flotaban innumerables lanchas blancas, lanchas o pequeños yates, yo no sé, debí pensarlo dos veces antes de lanzarme al oficio de cronista marino sin manejar el vocabulario pertinente, mierda. Digamos que eran barcos de esos en los que los señores con dinero pasean los domingos, sólo que ahora no tenían señores con dinero en cubierta sino lonas descoloridas y vagamente siniestras, y, lo que es más siniestro aún, se tambaleaban de aquí para allá, generando un murmullo de ruidos sordos que no ayudaba para nada a mi vejiga. El runrunrun cesó a escasos metros del muelle de entrada a la isla, o lo que apenas podíamos vislumbrar que era la isla, una cosa amorfa y ciega, tan negra y ciega como el murciélago redondo, y el Fiat se deslizó apaciblemente hasta su destino final. Bajamos. Seguimos al tipo. Creo que después del muelle pisamos pasto húmedo. Nuestros pasos no hacían ruido, era como caminar en las nubes. No veía mis manos y apenas distinguía la silueta de los demás ahí adelante, en fila india, a paso lento. Apareció una luz, y veinte metros después esa luz se convirtió en la ventana del bungalow. El tipo indicó que pasáramos y sostuvo la puerta. Fui el último en entrar, y al pasar a su lado, noté que murmuraba algo. Debió ser el miedo o la urgencia sanitaria, pero podría jurar que lo escuché decir “Kurtz”. Qué más da, me dije. A esa altura del viaje, encontrar a Kurtz en el interior del bungalow hubiera sido lo más natural del mundo. Hola, Kurtz, qué fresquete. ¿Qué onda este camping, Kurtz?

Pero no, adentro no estaba Kurtz. Adentro sólo había una mujer.
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jueves, 7 de mayo de 2009

Pacon!

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Hoy iba caminando de regreso a casa, por la calle Salta. Eran las once de la noche. Unas dos cuadras antes de llegar a la Av. Independencia, vi delante mío a dos señoras que miraban hacia arriba, hacia algún punto determinado en el otro lado de la calle. Al pasar por un costado (tuve que bajar a la calle, porque ocupaban toda la vereda), una de ellas, la más joven -digamos que tenía sesenta años- me para y me dice:

-Nene, un segundito. ¿Vos ves un gato ahí arriba?

Me detuve y miré en la misma dirección que las señoras. Había una casa gris de dos pisos, cuadrada y fea; las señoras miraban -me señalaban- más arriba, hacia lo que parecía una terraza. En un extremo de la terraza se veía una antena de televisión, y a su lado, una pequeña caja negra. O al menos eso se veía: una cosa negra y rectangular, con ángulos nítidos a pesar de la oscuridad. Una cosa negra e inmóvil. Esa cosa negra era lo que las señoras confundían con un gato.

-¿Eso negro? Es... una caja.

La señora mayor -digamos que tenía setenta y cinco años- arrugó la nariz y dijo:

-Sí, no es. No estoy loca, eh. Es que se me perdió mi gatita, hace una semana que no aparece, creíamos que podía estar en el techo, atrapada...

Me quedé largos segundos mirando, al lado de las señoras. Probablemente el gato ya estaba muerto, almorzado por uno de los numerosos indigentes que habitan las esquinas del barrio; o tal vez había muerto bajos las ruedas del 39, o del 60. Y sin embargo ahí me quedé por un rato, mirando la caja negra, apenas escuchando el relato a dos voces de las viejas acerca del gato, los techos vecinos y quién sabe qué otras cosas. Me quedé ahí, mirando, y al cabo de un minuto o dos me di cuenta que realmente estaba mirando, quiero decir, realmente estaba esperando un movimiento de la caja inerte, o la aparición súbita de un gato negro y diminuto, salido de la nada, un gato tan negro y tan diminuto que sólo yo pudiera ver, ¿lo ves, nene?, sí, lo veo, lo veo, señora, ay yo no veo nada, no no, en serio, está ahí, y entonces la chance de trepar a la terraza, acercarme con sigilo, chi chi chi gato vení gato vení, el gato hace FJJJJJJJ!, o sea el ruido ese que hacen los gatos cuando tienen miedo, pero no importa, porque de un manotazo lo cazo del cogote y lo devuelvo a las señoras, sano y salvo, sin luces, sin escaleras, sin bomberos.



Pero el gato nunca apareció y me volví a casa. Gracias igual, dijeron las señoras.


Adiaŭ! Pacon!


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martes, 28 de abril de 2009

Crónica de Camping. Parte I

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Crónica del sábado 25 de abril del año 2009 del nacimiento de Nuestro Señor.

Primera Parte.

Viajamos en tren. De lo que vi por la ventana, sólo recuerdo un graffiti skinhead y unas fábricas rojas. Llegamos tarde, muy tarde para pasar un día de camping: eran alrededor de las seis de la tarde. Atardecía mientras tomábamos un café en un McDonalds al lado del río, a metros de la estación de tren -café muy necesario porque estábamos cansados; estábamos abarca: Guilherme, Valentina, Léa y yo-. Para cuando nos acordamos de empezar a buscar camping (así de improvisado fue todo), ya era de noche, los puestos turísticos al lado del río estaban casi todos cerrados y en el río los barquitos y las lanchas comenzaban a escasear. De milagro encontramos a una señora cerrando su puestito, un cubo de cemento con un cartel de neón que decía, entre otras cosas, "camping". Qué quieren, dijo. Camping, dijimos. Treinta pesos la noche cada uno, dijo. Se toman un remisse, yo les consigo, el remisse los lleva hasta el muelle, de ahí una lancha los lleva al camping, que es en una isla. Una isla, pensamos todos, qué grosso una isla, luces y música y gente joven y alcohol y borrachos tirándose al río. Pagamos. La señora terminó de cerrar la persiana del local de un golpe, nos guió hasta una calle enfrente -caminaba como un pato, o como un pingüino, o como la cruza de un pato y un pingüino chueco- y finalmente nos introdujo en la remisería más sucia, maloliente y oscura de las miles y miles de remiserías análogas que pueblan cada esquina de la jungla conurbana. Diez pesos hasta el muelle, dijo el remisero. Asentimos. Nos tranquilizó que dijera "el muelle". Éste lo tiene junado, pensó Guilherme, que ha incorporado a su habla cotidiana vocablos de la jerga arrabalera con pasmosa facilidad. Arrancó el Peugeot 504 blanco, destartalado y sin señales visibles de ser un remisse. Tigre está fulero, dijo. Asentimos. Te chorean en todos lados, agregó. Asentimos, profusamente asentimos. Las mujeres, por instinto, se aferraron más a sus mochilas. Yo tuve ganas de hacer pis. Barajé, por un instante, la posibilidad de que todo aquello fuera un ardid, y que en el muelle nos esperaría un barco para llevarnos como esclavos sexuales a Tailandia; la descarté luego, por inverosímil. Guilherme cantaba en portugués y miraba por la ventana. ¿Qué veía? Calles negras, empedrados, vías de tren, barrios bajos, oscuridad. Promediando el viaje todos nos dimos cuenta que ya no estábamos, ni por asomo, en una zona turística. Más bien estábamos perdidos en algún punto indefinido del Delta. Entramos a un puerto vacío, apenas iluminado por luces mortecinas y apenas animado por la silueta errante de un perro callejero. El remisse se detuvo frente al río; a ambos costados se eregían sendos barcos pesqueros, colosales, inmensos, rojos de óxido y en silencio. ¿Dónde está nuestra lancha? No sé, yo siempre los traigo acá, dijo el remisero y se encogió de hombros. Diez pesos, agregó. Luego partió. Miramos a nuestro alrededor, nos miramos, miramos ahí. Ni señas del bote o de una lancha, ni siquiera -gracias a Dios- un pesquero tailandés. Había algo ahí, es cierto, aunque ni el más optimista de los feligreses dominicales se hubiera atrevido a llamarlo muelle. Eso, o sea el... eso, no era más que una sucesión de troncos flotando en el agua verdosa y ululante; una soga, o una trenza de sogas que atravesaba perpendicularmente los troncos, impedía que éstos flotaran azarosamente a lo largo y ancho del Delta del Tigre. Providencialmente, notamos el cartel. Toque timbre, decía el cartel de chapa clavado en un poste de luz. Debajo había una especie de portero. Tocamos. ¿Hola? ¿Camping? Silencio. Eternos segundos de silencio, o más bien el cúmulo de ruidos y susurros que se oyen cuando se espera una voz, en un puerto, a las ocho de la noche de un sábado. Nos cagaron, dije yo. No hay camping. La mina nos vio cara de perejiles. Era claro como la luna. Nadie se atrevió a discutirme. Nada, cero. Entonces, en el colmo de la desesperanza y mientras los perros comenzaban a rondarnos como buitres, se escuchó la voz. Una voz ronca, densa, gutural, la voz que tendría un hombre de las cavernas si usara un iPhone por primera vez. ¿Camping?, repetimos con timidez. Ya va, murmuró la voz. La comunicación se cortó. Volvimos a mirarnos. ¿Era aquello posible? ¿Emergería de aquella costa vecina que apenas podríamos distinguir una lancha que nos trasladara de una vez por todas a un camping? Imposible, dije yo. Pero aún posible, dijo Valentina, siempre con tendencia a las réplicas aforísticas. Imposible, repetí, y ya la última sílaba que pronuncié se mezcló en el aire con el rumor lejano de un bote, un barco, una lancha surcando las aguas. Era, efectivamente, una lancha, blanca, pequeña y redonda como un fiat 600 flotante; se arrimó a los troncos y un hombre de campera y facciones también redondas nos invitó a subir a bordo con un gesto. Subimos.

A partir de ahí, todo se volvió extraño.
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