martes, 2 de septiembre de 2008

Miguelito

Siempre me había equivocado. Miguelito no miraba para otro lado sin entender nada, no era ese ser omnisciente y abarcativo que lo sabía y lo conocía todo, eran sólo un par de ojos negros titilantes y una barba grotesca del siglo diecisiete que parecía dejarse a propósito, para adjudicarse un aire juguetón, que por otra parte con sus ojos ya bastaba para asegurárnoslo.

Pero pensé en "hola" acercarme y decirle, no un "hola" como el que cualquier otro diría, sino un tren, luces a la noche y yo acercándome virtualmente como en cámara lenta a una casa grande en los suburbios con mesa de pino y dos chicos chiquitos medio rubiecitos y un mujer que condimente el brócoli con manteca, pero en el fondo esperaba que fuera esa pantalla de computadora no último modelo apilada encima de la colección orbis tertius, un departamento no demasiado grande, algún gato, tal vez, y restos de pizza en una barra/mesa de la cocina/comedor. Nunca podría saberlo y tal vez en ello radicaba mi deseo de seguirlo con los ojos, de tratar de escrutarlo al máximo en las clases donde no decía nada cuando hablaba y todo cuando se callaba y miraba para arriba con los ojos. Si él hubiera sabido que ese día no tan caluroso lo miré y pensé todo eso, estoy segura que se habría acercado, como si pudiéramos exteriorizar todo lo que somos y todo lo que somos fuera lo que pensamos y sentimos y no lo que hacemos, y yo fuera más que un pedazo de carne con una remera roja y ojos tristes, entonces se habría acercado, y sin palabras, tal vez una mirada explicativa y yo lo habría seguido por diagonales con y sin trenes, caminando atrás, hasta el departamento (porque siempre confié que era un departamento). Ahí se habría sentado, me habría dado un mate, y habría hablado y yo lo habría dejado fluir mirándole los ojos, todo esa gratuidad excesiva hacia mi persona no provendría de que los dos hubiéramos leído la falsa condescendencia de Mrs. Norris en Mansfield Park, ni de que nos creyéramos harto sensibles pertenecientes a esa facultad letrada; sino de que él supo, sabía, cuando me vio, de todo eso que yo sentía.

Todo eso que yo sentía no vieron los ciento cincuenta ojos que estaban al lado mío, ni vieron los ojos de ese él que a veces se confundía conmigo mismo. ¿Por qué Miguelito, entonces?

Porque Miguelito no era, no existía, y como mera construccion iba a existir siempre en mi cabeza, e imaginarme que él era algo que yo quería que todos los demás (y sobretodo él) fueran y nadie era, y nadie podría ser nunca, era más fácil, o simplemente más cobarde y autocomplaciente, que aceptar el hecho de que la persona que creí que personificaría todas las utópicas pretensiones personales que elaboré durante veintipico años de vida, no lo era, no lo iba a ser, y, peor todavía, no lo había sido nunca.

Entonces ahí estaba Miguelito en mi imaginación, mi mente y mi cabeza, y esos ojos negros los miércoles y jueves, para decirme que nunca nada es como pensamos, y para acompañarme en un viaje imaginario en tren en donde se mezclan las ciudades, las edades y los momentos de la vida, y todos confluyen en una eterna luz prendida a las tres de la mañana, en cualquier departamento anónimo de una ciudad superpoblada, donde el ser imaginario y yo tomamos mate y él entiende todos y cada una de mis ingenuidades, todos y cada uno de mis fracasos personales, y sólo me devuelve una sonrisa condescendiente que hace que todo (imaginar todo) valga la pena.




Escrito por mi novia Anle Pito (muy bien 10).

Copyright Madre Puparacha y los Popotitos.

Mimi: in your face!
O la versión vernácula vertida y vertebrada que reverbera en los vibrantes vendavales del valle: ¡Chupáte esa mandarina!

2 comentarios:

jarold blum dijo...

che, esto es buenísimo!. Literatura de primerísima calidad. Casi me atrevo a afirmar que supera a Shakespeare

voy a publicar un libro que se llame "Pipi, la invención de la humano". Va a ser un best-seller.

jarold blum dijo...

fé de erratas:
la invencion de LO humano (no "la" humano)


disculpas, hasta los críticos literarios nos equivocamos