jueves, 14 de mayo de 2009

Crónica de Camping. Parte II

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Crónica del sábado 25 de abril del año 2009 del nacimiento de Nuestro Señor.
Segunda Parte.

¿Cómo se navega un Fiat 600 en la oscuridad? El tipo redondo parecía un experto, un gigantesco y redondo murciélago experto en fititos flotantes; iba erguido, porte militar, gorra de marinero, mirando al frente. Lo cual es un decir, porque mirar no miraba nada, qué iba a mirar si no se veía una mierda. En los asientos de la parte trasera del bote, amontonados por el frío, los demás estiraban el cogote, tratando sin éxito de divisar tierra firme más adelante; vuelto hacia atrás, yo me entretenía mirando el surco de espuma que iba quedando a nuestras espaldas. Somos un cierre relámpago abriendo el río en dos y las aguas nunca volverán a unirse, pensé. El motor hacía runrunrun, no como un gato sino como una heladera vieja. Somos un bisturí desgarrando el río, pensé. Runrunrun, la heladera de mi abuela era igual. Somos unos pelotudos estafados, pensé, Tailandia debe ser preciosa en abril, pensé, qué cara de culo tiene Léa, pensé, las francesas siempre tienen cara de culo, pensé, sólo conozco dos francesas y no es cierto, pensé, y qué ganas de hacer pis. Runrunrun por unos minutos más, y algo deben haber hablado los pibes, pero no escuché, o no recuerdo. Al fin el bote ingresó en una especie de canal adyacente al río que parecía conducir a la isla; a los costados flotaban innumerables lanchas blancas, lanchas o pequeños yates, yo no sé, debí pensarlo dos veces antes de lanzarme al oficio de cronista marino sin manejar el vocabulario pertinente, mierda. Digamos que eran barcos de esos en los que los señores con dinero pasean los domingos, sólo que ahora no tenían señores con dinero en cubierta sino lonas descoloridas y vagamente siniestras, y, lo que es más siniestro aún, se tambaleaban de aquí para allá, generando un murmullo de ruidos sordos que no ayudaba para nada a mi vejiga. El runrunrun cesó a escasos metros del muelle de entrada a la isla, o lo que apenas podíamos vislumbrar que era la isla, una cosa amorfa y ciega, tan negra y ciega como el murciélago redondo, y el Fiat se deslizó apaciblemente hasta su destino final. Bajamos. Seguimos al tipo. Creo que después del muelle pisamos pasto húmedo. Nuestros pasos no hacían ruido, era como caminar en las nubes. No veía mis manos y apenas distinguía la silueta de los demás ahí adelante, en fila india, a paso lento. Apareció una luz, y veinte metros después esa luz se convirtió en la ventana del bungalow. El tipo indicó que pasáramos y sostuvo la puerta. Fui el último en entrar, y al pasar a su lado, noté que murmuraba algo. Debió ser el miedo o la urgencia sanitaria, pero podría jurar que lo escuché decir “Kurtz”. Qué más da, me dije. A esa altura del viaje, encontrar a Kurtz en el interior del bungalow hubiera sido lo más natural del mundo. Hola, Kurtz, qué fresquete. ¿Qué onda este camping, Kurtz?

Pero no, adentro no estaba Kurtz. Adentro sólo había una mujer.
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