martes, 26 de mayo de 2009

El Viejo de los miércoles. Parte I

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Esta es la historia del Viejo que aparecía los miércoles.
Parte I.

En diciembre del 2008, o sea, si no me fallan los cálculos, el año pasado, regresé a Mar del Plata para pasar el verano, desempaqué y acto seguido establecí como prioridad primerísima la urgente tarea de infiltrarme en uno de esos grupos de pibes que se juntan semanalmente a jugar al fútbol. A los pocos días mi cuñado me facilitó las cosas con una invitación informal a incorporarme a su equipo. La cita era, como el lector precavido ya habrá adivinado, los miércoles a las diez de la noche. El lugar: una cancha de césped sintético, apta para conjuntos de no más de ocho hombres, en el conocido Club Teléfonos (el motivo del nombre no lo sé), a escasas cuadras del aún más conocido boliche Sobremonte. (Este párrafo es prescindible a los fines de la historia, también habrá adivinado el lector perspicaz).

Lo cierto es que, para decirlo con menos rodeos, los miércoles a la noche nos juntábamos a jugar. Ya no se puede decir jugar a la pelota, me parece, porque el latiguillo remite a barrio, potrero, tierra, espontaneidad, inclusive amistad, y nada de eso había en el impecable e impecablemente iluminado terreno de juego del ya mencionado Club Teléfonos. Los arcos, las luces, las líneas blancas de las áreas, los banderines de las esquinas, quiero decir, la cancha en su totalidad era tan... ¿Cómo decirlo? Tan profesional, digamos, que uno se sentía un hereje si le pifiaba a la bola o si fallaba una clara ocasión de gol. Pero vayamos al grano, por el amor de Dios.

Si mal no recuerdo, al tercer o cuarto partido desde mi incorporación, apareció el Viejo. Como por entonces apenas conocía las caras de los que jugaban y algún que otro apodo gracioso oído al pasar, no juzgué extraña la aparición del energúmeno, a pesar de que su atuendo anacrónico y su ostensible vejez invitaban a la sospecha. Vestía medias subidas a la rodilla, lo cual en el ambiente futbolístico amateur es, como todo el mundo sabe, sinónimo de poca o nula habilidad; usaba pantalones muy cortos, como los que usaban los del ’78, como los que usaba Luque cuando hizo ese gol heroico contra Francia, heroico porque se le había muerto el hermano, según cuenta mi abuelo, o mejor dicho contaba, porque desde que él se murió en el 2003 no dice gran cosa. Sólo que el Viejo tenía un estilo de juego –por llamarlo de alguna manera– que distaba mucho del heroísmo. Más bien lo contrario: se estacionaba en la banda derecha, como un wing de los de antes, de aquella época loca en la que los equipos atacaban con cinco y defendían con dos, y desde ese nicho, pegado a la raya, esperaba pacientemente sus escasos contactos con el balón, los que no obstante no cesaba de reclamar a viva voz. Cuando por esas cosas que tiene el fútbol recibía un pase, su rutina era invariable: agachaba la cabeza, avanzaba unos metros y cuando le salían a marcarlo, echaba un centro torpe, apurado, ciego, un centro, como quien dice, al tun tun. Un centro de esos que merecen la mirada desaprobatoria del centroforward y los murmullos de fastidio del resto. Entonces se disculpaba, maldecía a la mala suerte o al azar y volvía al trotecito, como un jumento cordobés. Olvidé decir que siempre jugaba para mi equipo, y debo confesar que al principio yo era uno de los que más lo habilitaba, más que nada porque soy un jugador discreto que trata de hacer siempre la más fácil, y en el panorama de nuestro ataque el Viejo siempre era la más fácil, pues no lo marcaba ni su sombra.

Decía entonces que al tercer o cuarto partido apareció el Viejo, y desde entonces se hizo habitué hasta marzo del corriente año, cuando me vi obligado a abandonar los partidos para venir al Buen Ayre. El apodo de Viejo, como deduje más adelante, no revelaba ningún parentesco con alguno de los pibes, sino que había surgido espontáneamente en el tumulto del juego, y a esa circunstancia debía su poca originalidad (en el apuro, el desconocido en un picado puede ser llamado “rubio”, “flaco” o inclusive “violeta” si acaso viste ese color, por cierto muy de moda en la temporada marplatense); por lo demás, no era exactamente un viejo de verdad, quiero decir, uno de esos hombrecillos añejos que pululan a lo largo y ancho de la ciudad y que parecen multiplicarse exponencialmente cada año; el Viejo en realidad no tendría más de cuarenta, pero la calvicie y la panza redonda, una de esas panzas que los hombres crían cuando se establecen en la vida y son felices, o se resignan a la vida, que para el caso es lo mismo, justificaban el mote, que por otro lado no parecía ofenderlo.

Lo curioso es que nadie lo conocía. Yo me di cuenta en cierta ocasión, en que estábamos todos desparramados en los márgenes de la cancha, ya finalizado el partido, desparramados estirando los músculos, bebiendo agua, juntando la plata y comentando el partido, todo al mismo tiempo. Ya era enero y hacía calor. Aníbal recibía los billetes y hacía cuentas. Aníbal era el que organizaba todo, llamaba en la semana a los pibes para asegurar su concurrencia, reservaba la cancha, armaba los equipos y pagaba. Lo cierto que en eso estaba, haciendo cuentas, y de golpe salta y dice, che, hoy hay que poner un peso más, porque el Viejo no garpa. Hubo risas. Acto seguido, varios pibes empezaron a hacer chistes sobre el Viejo y su misteriosa procedencia. Ahí caí que nadie conocía al Viejo. Debe ser del Club, tiró uno. O un vecino de por acá. No, boludo, es el canchero. ¿Qué es un canchero? No sé, como un jardinero. Andá a lavarte el orto. En serio, boludo, ¿de dónde sale el Viejo? Jugó porque faltaba uno. Sí, siempre falta uno y le tiramos una pechera y que juegue, total, qué más da, mejor eso que estar impares. Viejo de mierda, no caza un fulbo. ¿Viste que al toque que termina el partido se las toma? Tampoco le vamos a cobrar, qué se cree. De golpe se hizo un silencio. Para mí que mató a alguien y necesitaba una coartada, dijo Aníbal. Hubo consenso inmediato respecto de esa teoría y cada uno se fue a su casa.

A partir de ese día, las apariciones del Viejo se repetían como un calco y el mito a su alrededor crecía. Todos los miércoles mata a una prostituta y luego viene a procurarse una coartada, insistía Aníbal. Lo cierto es que a las 22:05, cuando resultaba evidente que el pelotudo ocasional no iba a venir, el Viejo salía de la nada, como si viviera en un yuyo al costado de la cancha, asomaba la cabeza, tanteaba el terreno, olía el ambiente, hola muchachos, decía, Aníbal le hacía un gesto aprobatorio, se calzaba la pechera y arrancaba el partido. Con el correr de las semanas, ya era parte del paisaje habitual del Club Teléfonos, y todos parecíamos habernos acostumbrado a su presencia, de la misma manera que se acostumbra uno a ver en el techo del baño las manchas de humedad. Además, el muy pillo tenía la picardía de compensar sus horrendas actuaciones con un repertorio variado de arengas, voces de aliento, gestos amables, caballerosidad con el contrincante o como dice la FIFA, fair play, pedidos de disculpas y desmesurados festejos de gol, repertorio en el cual sin duda invertía más energía que en sus esporádicas aventuras junto a la línea de cal. A mi cuñado –en adelante, Alexander, o mejor dicho Alez, como se hace llamar para reafirmar su fanatismo por Vélez Sársfield–, por ejemplo, le decía “¡fenómeno!” cada vez que hacía un gol o una jugada de calidad. ¡Fenómeno este pibe!, le decía, y volvía al trotecito. Ante tanta simpatía –que a mí, debo decir, no me resultaba muy simpática–, a los pibes se les hacía difícil echarlo a patadas; tal es así que para cuando llegó febrero siguió jugando como si nada aún cuando sin él ya sumábamos un número par. El asunto comenzaba a fastidiarme, a decir verdad. Estaba harto de que arruinara mis milimétricos cambios de frente tirando con el juanete centros que iban a morir en la nada. Empecé a mirarlo con ojeriza, como dicen los campechanos; si no me devolvía una pared, murmuraba insultos entre dientes o lo mandaba lisa y llanamente a la mierda. El Viejo, por supuesto, no se daba por aludido. Creo que ni sabía que éramos compañeros de equipo, a pesar de la evidencia insoslayable de la pechera azul. Tal vez no veía nada, o era daltónico. Tal vez se hacía el gil. De cualquier manera, el asunto comenzaba a fastidiarme.

Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato.

Llegó marzo y el primer miércoles de dicho mes se jugaba el último partido en el que yo participaría. Con nostalgia, repasé los sucesos del verano; con rencor, caí a cuenta que el Viejo no sólo me había despojado de mi status de “el nuevo” (status por demás incómodo, pero que al menos me identificaba de alguna forma en el grupo), sino que también había logrado, con sus adulaciones rastreras y sus alaridos demagógicos, granjearse el afecto sincero de los pibes; entendí, no sin tristeza, que con el correr de las semanas mi impronta en el césped artificial del Club Teléfonos, no obstante tener en mi autoría algunos golazos y destellos de calidad, quedaría en el olvido; mientras que las corridas infructíferas del Viejo y el brillo de su pelada bajo la luz de la luna perdurarían por siempre. Lo entendí durante el juego, en un tiro de esquina que me tocó ejecutar, y que deliberadamente desperdicié en un imposible intento de gol olímpico, haciendo caso omiso de los ademanes solitarios del Viejo en el segundo palo. Me dije: esto no es venganza suficiente. El Viejo está habituado al ostracismo, es más de lo mismo, no alcanza con ignorarlo en un corner. En una pausa del juego, elaboré un plan. Un plan sencillo pero eficaz, pensé, un plan que desenmascarase de una vez por todas a ese farsante.

Terminó el partido. Los pibes se desparramaron como siempre; el Viejo, en un costado, estiraba los músculos y parecía, visto desde lejos, una de esas señoras ridículas que enseñan gimnasia en Utilísima Satelital. Saludé a todos con un gesto mínimo y con un gesto mínimo me respondieron, pues nadie sabía que aquél era mi último partido y la situación no daba para confesiones por el estilo. Ese miércoles, como todos los anteriores, había ido en auto al Club. Le hice un gesto a Alez y me metí al coche, encendí el motor, prendí las luces y esperé. Alez subió y esperó. ¿Qué esperamos?, dijo Alez. Al Viejo, dije. ¿Eh? ¿Lo vamos a llevar?

No, dije. Lo vamos a seguir.
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